Habían perseguido a su presa durante tres días, y ésta los había llevado tan lejos en su huída que volver atrás con las manos vacías ya no era una opción.
Habían viajado desde una zona de pequeños lagos congelados hasta una franja elevada en la ladera de una de las montañas que estaban a ese lado de la cordillera principal.
Aquella partida tenía la intención inicial de hacerse con alguna pieza que, aparte de darles de comer, les sirviera de trofeo que mostrar ante las mujeres casaderas.
Y así fue que ellos tres se dirigieron a una zona alejada de la tribu, peligrosa y de difícil acceso, pero que tenía fama de ser uno de los mejores cotos de caza en esa zona de las montañas.
Habían tardado cinco días en llegar, ya que se trataba de un área con pequeños lagos que conectaban con los acuíferos derivados de las montañas cercanas y que estaba rodeada por una particular formación de montes cortados a pico.
Una vez allí, tuvieron que buscar una zona que les permitiera vigilar y acceder a sus presas sin que éstas les detectaran demasiado rápido. Y así fue como habían dado con una formación de árboles tan juntos que sus ramas, a media altura, les permitieron establecer una garita rudimentaria pero cómoda y protegida de los elementos.
El más joven de los tres era uno de los mejores arqueros que la tribu había dado en las últimas generaciones.
Era alto pero esbelto, con el pelo largo y castaño recogido en una cola y sus ropas de caza estaban únicamente decoradas por un cuchillo pequeño, más un útil de caza que un arma, ya que su forma invitaba tanto al despiece de las piezas como a la curtiduría de campaña.
El mediano, en cambio, llevaba la ropa decorada profusamente con collares, plumas y pequeños abalorios pertenecientes a sus contrincantes, ya que era conocido tanto por su pericia con las hachas como por ser un gran jugador.
No era tan alto como el arquero pero si más fornido. Tenía la piel morena y muy estropeada para su edad, como si el sol le hubiera incidido más que a los demás, y tenía el pelo negro, rapado en una cresta y con una largura que no le llegaba más abajo del cuello.
Por último, el líder de esa partida era el mayor de los tres pero no por ello el más veterano, aunque parecía reunir todas las características más apreciadas por los cazadores.
Era alto y musculoso aunque no por ello era menos ágil, ya que se movía rápida pero silenciosamente. Cuando atacaba, su lanza golpeaba fuerte pero en forma de golpe seco, sin dejarse llevar ni perdiendo el control. Y cuando cazaba, parecía ser un depredador más suelto en la naturaleza, ya estuviera rastreando u oteando a su presa.
En cuanto llegaron y descansaron de su duro viaje, empezaron a rastrear la zona para saber qué animales iban allí para beber y sobretodo qué animal había reclamado aquel territorio.
Aquellas montañas estaban pobladas por una gran variedad de animales pero pocos grandes depredadores, contando los osos y los lobos como los principales. Y no habían visto huellas recientes de ninguno de los dos, por lo que se lo tomaron con más tranquilidad.
Durante un par de días cazaron y se regocijaron obteniendo excelentes y numerosos ejemplares. Incluso el mediano, el de las hachas, había rematado un zorro blanco con el que pensaron que ya podían volver al poblado, dado que ese animal les daría una piel exquisita y todos sabían cuan difícil es avistarlos en la nieve.
Pero al tercer día lo vieron.
Un magnífico ciervo macho, con una estampa elegante, cuya musculatura bailaba bajo su piel al moverse y cuya cornamenta sólo podía calificarse como majestuosa.
Los tres cazadores se quedaron prendados cuando lo vieron, tal era la solemnidad que envolvía al animal. No les hizo falta hablar entre ellos, porque ya estaba decidido: volverían a casa con aquel ciervo.
De entrada no quisieron moverse para no arriesgar la presa, pero eso no era un límite para el arquero, quien sacó una flecha, la colocó en su arma y la tensó despacio, acompasando cada movimiento con su respiración, intentando fundirse con los ruidos que lo rodeaban.
El lancero y el del hacha siguieron sin moverse, a la espera de lo que iba a pasar a continuación. Confiaban en su compañero pero cualquier cosa podía ocurrir.
El ciervo podía asustarse por una rama al romperse bajo el peso de la nieve. Podía olerlos si el viento cambiaba de golpe. E incluso podía simplemente irse al sentirse observado, avisado por su instinto.
Las variables y los factores a tener en cuenta eran muchos, pero eso formaba parte de la caza y sólo le daba mayor valor a la presa conseguida.
El arquero acababa de tensar la flecha hasta su mejilla e intentaba calcular el viento, la distancia y la caída lo mejor posible antes de que se le cansara el brazo.
Liberó la flecha y esta surcó los aires hasta clavarse en uno de los flancos del ciervo.
Los tres guerreros maldijeron y emprendieron la carrera al saber que con esa herida el ciervo aún podría moverse lo suficiente como para acabar fuera de su alcance.
Y así fue como empezó la pugna.
Así fue como corrieron en pos de su propia perdición.
Consiguieron mantener un ritmo de carrera elevado al principio motivados por la gran pieza que tenían entre manos. Además, estaban espoleados por sus propios instintos de caza, los cuales pueden ser ladinos si no eres consciente de cómo actúan.
Al principio jamás perdieron de vista al ciervo, ya que éste estaba subiendo una pendiente con una densa arboleda de ramaje bajo mientras se dirigía a la falda de la montaña más cercana.