Tardaron un tiempo en llegar al mismo saliente que transitara el ciervo, pero se acercaba la noche cerrada y el camino los alejaba de la luz de la luna, ante lo cual aprovecharon una concavidad estrecha donde uno podía guarecerse mientras el otro montaba guardia ante el acoso de los aullidos de los lobos.
La noche fue pasando sin sobresaltos. El de las hachas montó la primera guardia y fue relevado por su compañero, cuyas primeras horas estuvieron dominadas por el silencio y la tranquilidad.
La jauría de lobos debía de haber encontrado una presa más fácil ya que no se la escuchaba. Por otro lado, la luz de la luna había seguido su recorrido y ahora le permitía ver el terreno a sus pies con un tono plateado que le confería un aire fantasmal a la nieve sempiterna de aquellos lares.
De verdad debían encontrarse en una zona muy profunda de la cordillera, dado que le costaba horrores encontrar puntos de referencia con los que ubicarse.
Observó cómo la densidad de los árboles iba en aumento a medida que se alejaba de sus pies y se abstrajo contemplando la solemnidad de la vista que tenía ante si.
Desde aquella distancia y con el horizonte tiñéndose lentamente de lila, era capaz incluso de ver las corrientes del viento que arrastraban en su seno tanto nieve como hojas de pino y abetos, reflejando así las fuerzas que gobernaban aquel paraje.
El lancero andaba perdido en tales pensamientos, casi confiado por una noche sin incidentes cuando un ruido rasposo llamó su atención.
Creyó ver por el rabillo del ojo una sombra moviéndose y se giró hacia allí rápidamente. Pero, aparentemente, no había nada.
Se movió con cuidado por el borde del estrecho saliente y miró a su alrededor con detenimiento.
Seguía oyendo el ruido, pero el viento y las paredes de la montaña hacían que su origen pareciera bailar a su alrededor. No obstante, a través de los altibajos del viento, vislumbró una sombra alargada que poco después pudo identificar como un oso pardo.
El animal parecía recorrer un sendero paralelo al suyo pero varios metros por encima de sus cabezas. El asiento debía ser mucho más irregular e inestable, puesto que a medida que lo recorría, ristras de pequeñas piedras se deslizaban montaña abajo levantando polvo.
El lancero sintió una alegría rebullír en su pecho ensordecida levemente por su conciencia, puesto que en el fondo sabía que estaba pecando de orgulloso, pero sólo estaba dispuesto a admitirlo ante sí mismo y nadie más.
Habían perseguido a su presa durante tres días, y ésta los había llevado tan lejos en su huída que volver atrás con las manos vacías ya no era una opción.
La presencia del oso le ofrecía la oportunidad de resarcirse con su amigo superviviente, con su orgullo intacto y también satisfaciendo su avarcia, puesto que cazar un oso era en si toda una proeza.
Pensó que en el peor de los casos, si hería levemente al oso, no tardarían demasiado en alcanzarlo, mientras que si lo asustaban, incapacitaban o incluso mejor, lo mataban, se ahorrarían incluso el trecho de subida para recoger el cuerpo.
Así, tómo el arco y el carcaj de su compañero despacio, colocó una flecha en la cuerda y miró hacia arriba buscando su presa.
Miró hacia arriba con los ojos muy abiertos, las cejas alzadas y la boca levemente abierta ensimismado, concentrado en su tarea, pero no tanto como para no tomarle la distancia al borde del sendero.
La figura del oso se dejó ver brevemente tras un risco, por lo que tensó la cuerda y, con dificultad, siguió el borde de aquel camino dibujándolo con la punta de su flecha.
Los acontecimientos que sobrevinieron entonces se dieron en una sucesión tan contundente que harían eco en su memoria hasta el día de su muerte.
Soltó la flecha, que voló rauda hacia su objetivo, y se clavó profundamente en el hombro del poderoso animal.
El bramido del oso resonó a través de las paredes de la montaña y del bosque, retumbando y multipicándose de forma irrevocable, poniéndole el vello de punta y despertando a su compañero que lo miró desde su oquedad con los ojos muy abiertos.
El oso, en su dolor, siguió su naturaleza e intentó brevemente plantar cara a su enemigo invisible, tratando de ponerse sobre dos patas pero cayendo pesadamente debido a la herida.
Quiso el destino que el saliente que acabara de golpear con su mole no resistiese su peso, por lo que se desprendió una enorme sección de aquella parte del camino, que empezó a deslizarse y a rodar alarmantemente hacia ellos.
El lancero notaba perfectamente la mirada de su compañero, aún en su agujero, y el peso de ésta sobre su conciencia.
Ya que ambos sabían que ni lo ayudaría ni se despediría.
Simplemente correría.
Y eso hizo.
Corrió sin mirar atrás, presa del pánico y siguiendo el camino marcado por la sangre del alce la tarde anterior.
Al principio la adrenalina le hizo creer que lo conseguiría, y en ese breve lapso de confianza su mente lloró una lágrima por su compañero y se culpó por los errores cometidos, pero el derrumbamiento era extenso y, como si el tiempo se acelerara en su persecución, empezó a tropezar y resbalarse debido a los cantos rodados que se colaban bajo sus pies.
Perdió el control y rodó. Rodó sobre una superficie que se acercaba cada vez más a la vertical mientras el miedo le hacía llorar y rogar.
Mentó a todos los dioses que conocía, ya fuera por su nombre completo o masticados a mitad y con sangre debido al mordisco que se había dado.
En algún punto llamó incluso a su madre y a todos los espíritus del bosque, del cielo y de la tierra indistintamente.