Dos guardias lo trajeron colgando de hombros. Con las piernas suspendidas como dos cordones lo arrojaron y con su cuerpo casi inerme, azotó contra el charco de agua pútrida dentro de la celda.
Desde entonces Jorge cuidaba de él, como éste lo hizo en su momento. William era un faro mortuorio que iluminaba la celda con la blancura verdosa de su maltratado cuerpo. El frío en su interior y el propiciado por el viento que se filtraba por una rendija del techo, le hacían castañetear los dientes sin control. Debajo de sus párpados, que temblaban nerviosos, se hallaban dos ojos inyectados de sangre.
Se quejaba con reiteración de un ardor en la cavidad auditiva, diciendo que sentía como si una avispa asesina le estuviera aguijoneando el tímpano, provocando un pitido incesante y tortuoso. Sus manos sangrantes estaban envueltas en vendas que comenzaban a supurar un suero viscoso de mal olor.
A pesar de los quejidos, el pasillo y las celdas estaban más silenciosas que de costumbre. Muchos de los detenidos fueron llevados a diferentes lugares. Algunos quedaron libres y otros, enjuiciados y condenados, depositados en diferentes cárceles. Lucía, insegura por la atmósfera incómoda, caminó por ellas, viendo las celdas vacías, hasta detenerse impresionada por la pavorosa sorpresa que le conmocionó, llevándola a cubrir su reacción con ambas manos.
—Llegaste tarde—le dijo Jorge que sostenía en ese instante la cabeza sudorosa de su compañero de celda.
William era menos que un animal, una masa deforme de la que brotaba un líquido grácil y amarillento de los oídos extremadamente inflamados.
Agitada, por la prepotencia y la rabia de no poder evitar lo que tanto temía, y conteniendo las ganas de llorar, sacó las raciones de comida y agua para ellos. Al dejarlas, sin poder mirar a los seres sin ser que habitaban el inhumano calabozo, se fue corriendo como fiera en dirección a la oficina del comisario Pernalete.
Estaba al teléfono cuando entró. Viéndola irrumpir su oficina de esa manera, colgó y ordenó con un gesto a los oficiales que luchaban por detenerla, olvidando quién era, a que la dejaran seguir.
—¿Cómo pudiste? Te dije que estaban terminando de reunir el dinero, que esta semana lo tendrían—arrojó el sobre encima del escritorio, se vieron algunos billetes extranjeros salir—. Esta no te la perdono, papá.
—La orden no la di yo, vino de arriba. Ese muchachito, aun estando retenido, sigue causando problemas. Me notificaron sobre una manifestación universitaria "a su nombre", exigiendo la liberación y yo no sé qué otras pendejadas. Ni te imaginas los insultos que me lanzó el Gobernador.
—Yo estuve allí cuando los muchachos recibieron la llamada y ellos terminaron con esa manifestación en pocas horas. No fue para tanto. ¿Hasta cuándo seguirás manchando tu nombre y echándote enemigos a causa de ellos? Nos hemos mudado una infinidad de veces por esto. Llegará el día en que no tendremos a dónde ir, huyendo del deseo de venganza que ambos venimos sembrando.
—Es mi trabajo, querida, hacer lo que ellos ordenan y que no se atreven a ejecutar por sus propias manos. Tú tienes responsabilidades iguales a las mías, como representante regional de la juventud oficialista. Así que no vengas a reclamarme algo que en cierta medida también haces.
El comisario Pernalete señaló el sofá, invitando a su enojada hija a que tomara asiento. Exasperada como nunca antes, con la molestia recorriéndole por las venas, le rechazó. Luego de sacar un cigarrillo y sujetarlo en los labios, su padre se explayó cómodamente en el sofá.
—Tú sabes muy bien que la buena vida que llevamos, proviene de esto ¿no?— extendiendo los brazos abarcó los reconocimientos y los triunfos enmarcados que tapizaban las paredes de la oficina—. ¿O prefieres estar hurgando en la basura, cocinar con leña, reventarte los brazos cargando tobos de agua, dejar los pies en el asfalto por tener que movilizarte caminando por la ciudad o viendo cómo coño haces las compras del mes? Aquí sobrevive el que tiene influencias y poder, cariño.
—Tu influencia no sirvió para nada cuando mamá estaba enferma y falleció, incluso siendo atendida por los mejores especialistas y contando con todos los insumos médicos que tu nueva "influencia" pudo comprar, de igual manera murió.
—¡No metas a tu madre en esto!—absorbió la nicotina y exhaló el humo por la nariz en dirección a la ventana—. En ese momento no contábamos con el control de todas las instituciones y aún quedaban algunos ilusos oponiendo resistencia a lo inevitable. Pero ahora, cualquiera de esos bastardos, que nos menospreciaron cuando eran ellos los que presumían sus cargos y disfrutaban las mieles del poder, se mueren por limpiar el baño donde nosotros evacuamos.
Una sonrisa de complacencia inmisericorde se dibujó en el rostro del comisario que inhalaba hondamente el cigarrillo, como queriendo ahogar con el humo a todos las figuras de su mente, de las cuales juró tomar venganza.
—Recuerda, hijita, que ellos son el enemigo. Ellos, que cada mañana y cada noche, en sus casas y en las inmundas iglesias, oran porque amanezcamos muertos. Ellos, los que se burlaban desde sus autos cuando nos veían pasar, caminando como pobres, que era como no ser nada ni nadie. Los que me dieron un trabajo de esclavo, el cual acepté para medio comprar comida y alimentar a ti y a tu madre. Nunca lo olvides, Lucía, no borres de tu memoria las penurias que pasamos por no ser uno de ellos.