Todos los días solía observar la escalera de la casa del vecino. La tenía recostada de aquella colorida vivienda para subir a hacer reparaciones a su tejado de tiempo en tiempo. Desde mi ventana, contemplaba cómo podía pasar toda una tarde en medio de aquella faena. Estaba maravillada, intrigada, curiosa; no dejaba de preguntarme ¿Cómo se sentiría estar tan alto?
Me imaginaba el viento fresco chocando contra mi cara, la vista panorámica del pueblo, el sonido de las ramas del bosque. Un día, mi madre al observarme y fijarse en la añoranza que brillaba en mis ojos, me advirtió que no debía acercarme.
—Es peligroso, podrías caerte.
Pero aquello despertó mi imaginación. Así que cuando podía salir a jugar, me acercaba hasta aquella escalera. Empecé tocando uno de sus peldaños. La estructura se sentía firme, implacable. Luego, subía uno. Mi corazón se aceleraba, parecía que daba saltos en mi pecho. La adrenalina nublaba mi visión.
La siguiente semana, no me bastó solo con un peldaño. Subí tres. Nadie me observaba, solo éramos la escalera y yo. Ella parecía llamarme, algo me jalaba hasta ella, por más que me obligase a pensar en la advertencia de mi madre.
Y así pasaban los días, subí y subí con mis latidos gritando, hasta que me di cuenta de que había llegado al punto más alto.
No quedaban más peldaños.
Al estar tan alto, me percaté de que la vista era asombrosa, la sensación era increíble, el viento acariciaba mi rostro y movía mi cabello. Pero no había más. ¿Qué más iba a alcanzar? No podía seguir subiendo… A pesar de eso, por unas cuantas semanas, repetí la acción, llegaba hasta lo más alto y observaba mi alrededor satisfecha.
Luego pensé, ¿Cómo sería subir esta escalera bajo la luz de la luna? Así que una noche, me escapé de casa solo para probarlo. Un escalón, dos, tres… Me encontraba en la cima, de nuevo, bajo la luz de las estrellas y de una luna pálida que parecía felicitarme. De pronto, bajé la vista. Todo estaba oscuro, las sombras bailaban en el suelo.
Fue ahí cuando comprendí que luego de llegar tan alto, no había más que caer. El miedo se apoderó de mí, vivir aquello valía cada minuto, pero no deseaba una caída, no deseaba lastimarme. Cuando intenté descender repitiendo las palabras de mi madre, uno de mis pies resbaló. Quise gritar, pero no pude hacerlo, o quizá lo hice, pero mi voz se la tragó el viento.
La negrura me alcanzó cuando iba camino al suelo.
Cuando alcanzas el punto más alto, no queda más que caer...