De caza

En los techos oscuros todo estaba en silencio, de las ventanas no salía una luz, no se oían ruidos en los edificios, a excepción de gemidos placenteros saliendo de una que otra ventana de alguna apasionada pareja en faena, además del golpe del viento o el aletear como un latigazo de la ropa en los tendederos fríos adornando como banderines de feria oscuros que celebraban el reino de la penumbra.

Las sombras cubrían el paisaje, el ambiente de la selva de asfalto y los edificios serenos, imponentes en el horizonte gobernaban mudos e inamovibles el panorama.

Un chillido agudo rompió la paz de la noche, en la azotea un ratón estaba acorralado por su predador, el cual como una sombra sigilosa asechó a su víctima. El rodeor estaba aterrado mientras su victimario esperaba la oportunidad para ir tras él con cautela y pericia elegante.

Un maullido anunciaba que el cazador tenía hambre, y un zarpazo de sus garras destruyeron el refugio de cartón del pequeño animal. Tras esquivar el mordisco de la boca con dientes afilados y letales, y otro zarpazo de las patas delanteras, el pequeño roedor salió corriendo de su guarida.

Durante su carrera atravesando, esquivando agujeros y charcos en el techo el ratón volteó su cabeza, y se cruzó con los ojos asesinos que brillaban a la luz de la luna en un verde que llenaron de terror al alma del ratón.

El ratoncito se subió a la cornisa y corrió por el borde mientras su depredador calculaba el momento preciso para abalanzarse a su merienda de medianoche.

Cuando estuvo listo dio el salto, el ratón astuto logró salvarse al saltar de la cornisa a la escalera de incendios. El felino no corrió con la misma suerte y pasó de largo precipitándose al abismo negro de aquel callejón, cayendo de pie, intacto, con su orgullo roto.

Y esta fue la historia del ratón prófugo, que de un salto se salvó.

Y la del gato hambriento que de un tejado cayó.