La oscuridad reinaba en la casa, una mansión antigua y decrépita cuyas paredes parecían absorber toda luz. Sarah se detuvo ante la puerta de madera tallada, su mano temblorosa al rozar la aldaba fría de metal. Antes de que pudiera golpear, la puerta se abrió con un chirrido ominoso, revelando al mayordomo, un hombre alto y delgado con el rostro pálido, cuyas sombras parecían bailar al compás de la tenue luz de las velas.
—Espere aquí, señorita Thomas.—dijo el mayordomo, su voz grave y sin emoción, como si el alma se le hubiera secado hacía mucho tiempo—. El señor le hará llamar cuando esté listo para recibirla.
Sarah asintió en silencio, el respeto y el temor luchando dentro de ella. El anciano la había convocado y no podía hacer otra cosa que obedecer. Permaneció en el vestíbulo, sus ojos recorriendo las paredes cubiertas de tapices oscuros y antiguos retratos cuyos ojos parecían seguir cada uno de sus movimientos.
El tiempo se dilataba, cada segundo una eternidad, hasta que finalmente el mayordomo volvió a aparecer.
—El señor la recibirá ahora.
Con un nudo en el estómago, Sarah siguió al mayordomo a través de un largo corredor apenas iluminado. Al final del pasillo, una puerta se abrió hacia un salón amplio y sombrío. Allí, en el centro de la sala, estaba él. El anciano, envuelto en una toga grande y negra que fluía como sombras a su alrededor, estaba sentado en un sillón de respaldo alto. Su rostro, apenas visible bajo la capucha, era un mapa de arrugas y sabiduría oscura.
—Sarah—murmuró el anciano, su voz era un susurro áspero que hizo eco en las paredes—. ¿Qué noticias traes de la manada?
Ella respiró hondo antes de hablar.
—Noah Reed es el nuevo alfa —dijo, intentando mantener su voz firme—. Pero no ha sido bien recibido. Hay disputas entre los miembros... Aún no lo aceptan del todo, aunque saben que no les queda más remedio.
El anciano se quedó en silencio, sus ojos brillando desde las sombras de su capucha mientras meditaba sobre las palabras de Sarah. Los segundos se hicieron eternos, hasta que finalmente asintió con una lentitud deliberada.
—Puedes retirarte, Sarah.
Ella inclinó la cabeza en señal de respeto y retrocedió en silencio, sin atreverse a darle la espalda hasta que estuvo fuera de la sala. La puerta se cerró detrás de ella con un golpe sordo, y sus pasos resonaron en el pasillo vacío mientras se alejaba.
Dentro del salón, el anciano se levantó con una agilidad que desmentía su aparente fragilidad y se deslizó hacia otra sala contigua, donde la oscuridad era tan densa como en el resto de la mansión, apenas perforada por la débil luz que provenía de unas antorchas en las paredes. En aquella habitación, cuatro figuras estaban sentadas en grandes sillares de piedra, sus rostros pálidos, casi espectral, observaban un espectáculo macabro que tenía lugar en el centro de la habitación. Dos lobos inmensos, de pelaje oscuro como la noche, se enfrentaban en un combate mortal. Sus ojos rojos brillaban con furia, y gruñidos salvajes resonaban en la sala. La sangre salpicaba el suelo de piedra, mientras los colmillos se hundían en la carne, y las garras desgarraban sin piedad. Era un combate brutal, sin tregua ni misericordia.
Los tres hombres y la mujer, cada uno de ellos con la piel tan blanca que casi brillaba en la penumbra, parecían esculpidos en mármol. Sus cabellos, perfectamente peinados, eran de un color oscuro, contrastando fuertemente con la palidez de sus rostros. Cada hebra de su cabello estaba en su lugar, dando la impresión de que ni siquiera el más mínimo movimiento podría alterar su apariencia inmaculada. Llevaban ropas elegantes, trajes negros hechos a medida, y vestidos de un corte impecable que caían sobre sus cuerpos con una precisión que desafiaba cualquier noción de casualidad.
Sus ojos, profundamente negros, eran pozos insondables que no reflejaban la luz, sino que parecían absorberla. Observaban el espectáculo con una concentración fría e imperturbable, como si lo que acontecía delante de ellos fuera una simple distracción pasajera. Sus rostros carecían de emoción, una quietud casi inhumana que hacía que la atmósfera de la habitación se sintiera aún más opresiva.
La habitación, decorada con tapices oscuros y velas titilantes que apenas iluminaban los detalles, parecía diseñada para amplificar el aire de solemnidad y misterio que emanaba de estos seres. Las sillas de piedra en las que estaban sentados eran grandes y majestuosas, con grabados antiguos que apenas se podían distinguir en la penumbra, y parecían hechas para reyes o dioses de tiempos olvidados.
El anciano, al llegar al lado de uno de los hombres, se inclinó y susurró en su oído, sus palabras apenas audibles sobre el ruido de la lucha de los lobos que continuaba en el centro de la sala. El hombre asintió levemente, sin apartar sus ojos negros del combate, mientras una sonrisa apenas perceptible se dibujaba en la comisura de sus labios.
Antes de retirarse, el anciano dejó que su mirada se posara por un momento más en la violenta escena. Los dos lobos, sombras vivientes con ojos rojos como brasas, seguían su batalla mortal. El sonido de los gruñidos, el chasquido de las mandíbulas y el desgarrar de la carne llenaba la sala, hasta que uno de los lobos, herido de muerte, cayó pesadamente al suelo. Dejó escapar un último y débil gemido antes de que su cuerpo comenzara a cambiar. Los músculos se retorcieron bajo su piel oscura, y las fauces, aún goteando sangre, empezaron a encogerse. El pelaje negro, que se había erizado durante la feroz lucha, se desvaneció, revelando una piel humana pálida.