La puerta de la recamara se abrió con un crujido y el padre Wilkud entró en la sala donde iban a morir los agonizantes. El aire de la estancia estaba viciado y cargado de hedor a muerte.
La llama de la única vela chisporroteó en la repentina corriente de aire y proyectó monstruosas sombras fantasmagóricas que se agitaron sobre las paredes.
Al principio, el padre Wilkud apenas distinguió que había alguien acurrucado bajo las mantas de la pequeña cama. Daba la impresión de que uno de los hermanos se había quitado el hábito y lo había arrojado descuidadamente sobre la cama.
No fue hasta que la prenda aparentemente vacía se movió y la arrugada tela cayó de una cabeza que era poco más que piel tensada sobre un cráneo, que el sacerdote tuvo la certeza de que había alguien allí.
La figura era frágil y parecía vieja, muy, muy vieja… Tenía la cabeza completamente calva y punteada de pecas, y el único pelo visible eran unas pobladas cejas grises. Las huesudas manos habían sido deformadas por alguna cruel enfermedad degenerativa hasta parecer garras. La piel del anciano era fina como papel, tensa sobre los huesos que recubría, y sus venas de frío azul resaltaban contra el mármol blanco de la poca carne que revestía el desgastado cuerpo. La estructura ósea de su cara de pómulos prominentes, angulosa mandíbula bien definida y nariz de aristocrático, era claramente visible al siluetearla la oscilante llama de la vela.
Wilkud apartó la mirada. En sus treinta años como sacerdote de Mortis había visto la muerte en sus infinitas formas: soldados que habían sufrido brutales heridas físicas en los campos de batalla, enfermos de plaga, muertos de accidente, víctimas de asesinato. Pero aquel hombre tenía algo que hizo que Wilkud apartara los ojos con repulsión.
No era del todo debido a su apariencia; Wilkud había visto cosas mucho peores en su vida.
Se trataba de alguna otra cosa que el viejo sacerdote no lograba determinar.
Daba la impresión de que el anciano tenía que estar ya muerto, y ciertamente olía como si lo estuviera. Nada que aún estuviese vivo debería oler jamás de ese modo.
El padre Wilkud se estremeció y se envolvió más apretadamente en su negro hábito de tela; la recamara estaba muy fría a pesar de las brasas del fuego que agonizaba en la chimenea. El sacerdote cogió el atizador de hierro que colgaba de un gancho junto a la chimenea y removió los troncos que ardían sin llama en el hogar, haciendo repiquetear con furia el hierro.
“Padre, ¿sois vos?”
La voz del anciano era aguda y cascada como el timbre de una campana rota, sonido que hizo que Wilkud se sintiera como si su columna vertebral estuviese hecha de agua helada.
Inspiró profundamente para recobrar la compostura.
“Hermano Mateo, ¿cierto?”
Se trataba del nombre que, según el hermano Walder, había dado el anciano cuando fue admitido en el hospital. Al hermano Walder, al igual que ahora a Wilkud, le había resultado evidente que al anciano no le quedaba mucho tiempo en este mundo. Cuando tendieron su convulso y frágil cuerpo sobre el camastro y lo arroparon para que estuviese cómodo en la recamara de espera, el viejo había solicitado hablar con el padre responsable del hospital. No le serviría ningún otro sacerdote; en este punto el anciano, por lo demás debilitado, se había mostrado inflexible.
La respiración del viejo era trabajosa y jadeante. Por un momento, a Wilkud le dio la impresión de que apenas podía respirar, y mucho menos hablar. Pero luego, al fin, el anciano volvió a romper el silencio.
“El nombre de hermano Mateo bastará por ahora.”
La incertidumbre cruzo la mente de Wilkud. ¿Qué podría querer decir el anciano?
Ahora que pensaba en ello, el padre Wilkud no estaba seguro de cómo había llegado el hermano Mateo a yacer allí, en el templo de la ciudad de Eastheim. Tampoco sabía de qué agonizaba el anciano, aunque evidentemente, ahora yacía en su lecho de muerte.
Sin duda su agonía era debida a los devastadores efectos de la vejez, y la Hermandad de Mortis era responsable de hacer que las últimas horas del hermano Mateo resultasen tan cómodas y libres de preocupaciones como fuese posible, dado que se trataba de un colega servidor del solemne dios de la muerte.
“Deseabais hablar conmigo, hermano” dijo Wilkud.
“Así es. Así es, en efecto, padre” jadeó el anciano. Su voz era poco más que un ronco estertor de muerte.
Wilkud estaba habituado a que lo llamaran «padre» los hermanos y aquellos que acudían en busca del favor de Mortis y de los servicios de un sacerdote de muerte para los seres queridos que habían pasado a mejor vida.
Pero ahora, en labios de este anciano lo bastante viejo para ser el abuelo de Wilkud, el término parecía ridículo.
Tenía que ser fácilmente treinta o incluso cuarenta años mayor que Wilkud, que contaba cincuenta y cinco; tal vez incluso rozaba los cien años de edad, aunque una longevidad tal era casi inaudita. Tenían que ser los devastadores efectos de alguna terrible enfermedad aquello que lo había envejecido de modo tan terrible, concluyó Wilkud.
“Así es. Así es, en efecto” repitió el anciano.
El hombre tosió y se oyó una horrible gárgara flemosa. Con una mano que era poco más que una garra esquelética, se aferró el vientre por encima de la manta.
“Hermano, ¿qué sucede?” Preguntó Wilkud con una ansiedad que ahora se evidenciaba en su voz, al tiempo que avanzaba hacia el anciano. “Permitidme que os ayude.”
“No.” Una mano mantuvo a distancia al veterano sacerdote de Mortis.
El desdichado agonizante respiró trabajosamente unas cuantas veces más antes de intentar hablar de nuevo.