En estos momentos, me resulta difícil creer que llegara a impresionarme del viejo profesor Theodria. Su mente estaba tan cerrada a los pensamientos nuevos como una caja fuerte de Adamantita reforzada mediante encantamientos. No había manera de que creyera que podía existir otro camino, otra vía de conocimiento de alcance mucho mayor y más poderosa que la suya. Porque en el fondo era un cobarde que tenía miedo de aquellos que se atrevían a cuestionar la primitiva y anticuada comprensión del mundo que él consideraba una verdad irrefutable, un modo de pensar al que se aferraba con todas sus fuerzas como un perro a un hueso.
El director de la escuela era un necio cobarde y dogmático cuya posición de poder e influencia se basaba en un apego de mente débil al conocimiento y prácticas recibidas de otros.
Pero, mirando hacia atrás, por mucho que pueda despreciar mis recuerdos del profesor Theodria, eso no es nada comparado con el odio y el desprecio que, incluso ahora, siento hacia ese Inquisidor de mierda, hijo de cerda, rata de cloaca putrefacta, Felix Crissinger.
¡Inquisidores! Qué la peste se los lleve. Que se pudran en lo mas profundo del infierno de su propia creación y ardan perpetuamente en la pira, estrangulados por sus propios intestinos, como han enviado a incontables miles a la muerte; inocentes y culpables por igual. Aunque en mi experiencia personal, más inocentes que culpables.
Se atreven a llamarse a sí mismos templarios, guerreros santos, caballeros sagrados, paladines. Pero son una escoria totalmente diferente, los Inquisidores tienen algo que los hace resaltar, pues en verdad llevan a cabo sus propias obsesivas cacerías imaginarias y exorcizan sus propios demonios sacados de la manga.
Son una plaga; peores que cualquier cosa que puedan invocar los locos que juegan a traer demonios e infernales al plano material.
Afirman ser santos y verdaderos servidores de los dioses, pero propagan la sospecha como una enfermedad. Su irrefrenable paranoia y su patológica desconfianza ante los demás acobardan, aterrorizan, intimidan y terminan sembrando la semilla del miedo y la desconfianza en las personas. Fácilmente podría describirse como su poder especial, únicos en la profesión de Inquisidor y todas sus repulsivas variantes.
Nadie puede estar a la altura de los ideales y expectativas imposibles y exigentes de un Inquisidor, así que todos son pecadores de alguna falta. Y puesto que son los representantes e instrumentos de la divina venganza de los dioses en el plano terrenal, cualquier persona de la que ellos sospechen herejía es inmediatamente considerada culpable. Por supuesto, cualquiera que se atreva a mostrarse en desacuerdo con ellos, es un hereje.
Son personajes mentalmente desequilibrados, obsesivos e irracionalmente paranoicos. Quemarán, ahogarán o ejecutaran a cualquiera independientemente de su edad o sexo sin clemencia. Carecen completamente de misericordia, y la mayoría de ellos carecen de cualquier tipo de capacidad para razonar. Fomentan el fanatismo y la mortificación de la carne, sin apenas conocer su poder. Generan descontento y propagan paranoia a su paso.
La idea que tienen de la justicia es someter a los acusados a uno de sus bárbaros procesos de interrogatorio. Arrancan confesiones, falsas o verdaderas, mediante la tortura, y muchas de las víctimas de este trato sucumben antes de llegar a enfrentarse con el castigo final que les han impuesto los inquisidores para gran decepción de esos villanos.
Son pocos los que escapan a las fisgonas intenciones suspicaces de los Inquisidores, ni siquiera los miembros de su propia clase maldita.
Los inquisidores son individuos peligrosos cuyas meras palabras pueden provocar histeria colectiva entre los habitantes de una población y fomentar la ansiedad la cual acaba en tumultos y haga que una multitud, por lo demás pacífica, acabe pidiendo sangre a gritos. Cualquiera que sea ligeramente diferente puede acabar muerto; colgado, quemado en la pira, decapitado, descuartizado o si es posible ahogado en un rio. Todo esto por el miedo de la gente a lo que no comprende.
Los odio a todos con una ardiente pasión negra, pero el peor de todos era Felix Crissinger, estoy seguro que era un demonio en forma humana.
No soy experto en Demonología, pero estoy seguro que algo oscuro se ocultaba detrás de la fachada de ese Inquisidor.
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El resto del primer mes de primavera pasó en un torbellino de emoción para el aprendiz recientemente admitido en la escuela de magia de Genbofen.
A pesar de los prometedores signos aparecidos a principio de mes que anunciaban la llegada de la primavera, ahora daba la impresión de que el invierno no tenía la más mínima intención de aflojar su gélido agarre sobre la ciudad. De hecho, el clima pareció empeorar y la temperatura volvió a descender a medida que pasaban los días y las semanas, hasta que el día vigésimo primero dio la impresión de que la incesante corriente del propio río podría llegar a congelarse y detener así el tráfico marítimo.
No obstante, el clima frío no logró apartar de sus estudios al cada vez más entusiasta Viktor Drichey. Con cada día que pasaba, comenzó a sentir que había encontrado de verdad la vocación de su vida, su profesión. En efecto, la pasión que sentía por los estudios ardía con tantísima fuerza en su interior que apenas reparaba en el frío de la habitación del ático que compartía con su compañero de estudio Erich Lieter, un frío que le humedecía la ropa e incluso las mantas de la cama, como si el entusiasmo lo calentara y protegiera del frío de esta terrible época del año.
Debido al frio, parecía un chiste de mal gusto llamarlo ‘primer mes de primavera’, un nombre más acertado seria llamarlo ‘cuarto mes de invierno’.