La pesada puerta de roble de la biblioteca se abrió con un fuerte golpe que desbarató el tranquilo y mohoso silencio del lugar. En la estancia reinaba habitualmente una quietud casi sagrada, como si se tratara de un santuario, pero éste había quedado ahora roto por la llegada del Inquisidor.
Tenía la actitud de un hombre acostumbrado a tener que obtener por la fuerza lo que quería y sentirse satisfecho de eso. Y, desde luego, ningún débil aprendiz de mago iba a interponerse en su camino.
El hombre medía más de un metro ochenta de altura, llevaba botas de montar de cuero y, aunque parecía haber alcanzado ya la mediana edad, esto le confería un aspecto aún más fuerte en lugar de restarle vigor. Viktor vio músculos gruesos como cuerdas que se tensaban en el cuello del hombre cuando posó los ojos sobre él.
El perfil de Felix era de linaje noble, con mandíbula prominente y distinguida, corto cabello gris y barba pulcramente recortada. Sus ojos eran penetrantes puntas afiladas de color azul zafiro, y sus dientes quedaban desnudos cuando sus labios se abrían en una feroz sonrisa canina. Tenía el aire inconfundible de un asesino, incluso a los ojos de alguien tan inexperto como Viktor.
El Inquisidor no llevaba el sombrero negro de ala ancha y hebilla plateada característica de los miembros de su orden, ni lucía tampoco la colección de talismanes y símbolos sagrados de su fe. Iba vestido simplemente como un guerrero, con armadura de cuero tachonado. De su cinturón pendía una espada envainada, al igual que las diversas herramientas de su oficio, incluidos un rollo de cuerda y un juego de tornillos para dedos pulgares. No necesitaba adornos para intimidar ni demostrar su valía. Lo rodeaba un aura casi tangible que sugería que sus acciones y proezas demostrarían sobradamente que era el mejor hombre para la labor que desempeñaba.
“¡Viktor Drichey!” tronó la voz del Inquisidor.
Viktor sintió un escalofrío al oír que la voz pronunciaba su nombre, pero el imponente tono exigía respeto y Viktor se encontró con que se ponía lentamente de pie.
“¿Sí, señor?”
“¡Conmigo, ahora, hereje!”
Viktor reparó en que Fried Kruss, un compañero de primer año, se encontraba de pie junto al Inquisidor. Fried, una cabeza más bajo que Felix, miraba a Viktor con un aborrecimiento casi manifiesto físicamente.
Viktor sabía que muchos de los otros aprendices estaban celosos de su habilidad y posición dentro de la Escuela del mismo modo que, dentro del insignificante politiqueo de la institución, algunos de los profesores envidiaban la posición del profesor Theodria. Era una de las razones por las que Theodria se rodeaba de un séquito de simpatizantes y estudiantes deslumbrados que lo idealizaban.
Viktor sabía que Fried era aprendiz de Venedict Werger, famoso herbolario conocido como uno de los más poderosos rivales de Theodria, aunque públicamente le manifestaba fidelidad. Si el discípulo predilecto de Theodria era entregado al Inquisidor, la posición del propio maestre sería cuestionada y peligraría, momento en que Venedict podría dar sutiles pasos con el fin de arrebatarle a Theodria el puesto de Director. Y si Fried era quien le proporcionaba a Venedict dicha oportunidad, eso no perjudicaría en absoluto sus posibilidades de ascender dentro de la Escuela.
Viktor se sintió físicamente enfermo. Sólo en una ocasión anterior se había encontrado con gente como Felix Crissinger y eso fue hace ocho años antes.
Los aldeanos sólo habían conocido al desconocido cubierto por una pesada capa con capucha como Inquisidor, pero su padre le había explicado a Viktor cuál era la profesión del hombre.
Inquisidor había llegado al caer la noche un atardecer, cuando el humoso aire de otoño estaba cargado con el olor de las hojas podridas caídas de los árboles y de las esporas de hongos venenosos. Se había encaminado directamente a casa de la vieja Hilda, la mujer sabía del pueblo, y la había sacado a rastras hasta la plaza del poblado. Se la acusaba de brujería y de confraternizar con demonios.
Hasta el día de hoy, Viktor aún dudaba de la validez de esa acusación, pero lo peor era el modo en que el Inquisidor había logrado que todos los habitantes del pueblo se volvieran contra Hilda, que los había curado a todos de sus dolencias invernales y había asistido como matrona a la mitad de los nacimientos del pueblo. Con el fin de demostrar que ellos eran inocentes de la corrupción de la mujer, los aldeanos tenían que declarar la culpabilidad de la indefensa anciana con voces cada vez más potentes y acusaciones cada vez más estridentes.
Hilda, con lágrimas de terror rodando por las mejillas que el pánico hacía enrojecer, había sido incapaz de decir nada en su propia defensa porque el Inquisidor ya le había cortado la lengua.
Luego, frente a la capilla de su padre, Viktor había visto cómo el Inquisidor ataba a Hilda a un poste que el propio herrero había clavado en el suelo y la había hecho quemar viva obligando incluso al alcalde del pueblo a encender con una antorcha la leña apilada en torno a su decrépito cuerpo.
Por sí sola, esta experiencia le había provocado a Viktor más pesadillas que cualquier cuento de jinetes sin cabeza. Desde aquella visita, el resto de los aldeanos sospecharon unos de otros de toda clase de monstruosos crímenes y, en consecuencia, ciertas familias jamás volvieron a fiarse unas de otras.
Y ahora, un Inquisidor había llamado a Viktor y le había dado el calificativo de hereje.
Viktor no se atrevió a desobedecer al Inquisidor. Mientras sentía que se le helaba la sangre en las venas y el corazón le latía con rapidez a causa del pánico, arrastró sus pies hacia la imponente figura del Inquisidor Felix Crissinger.