¿Qué es la locura? ¿Pensáis que estoy loco, yo, alguien que condena su propia alma mediante la práctica de la magia negra? ¿Y con qué finalidad? ¿Por unas pocas décadas más de vida desesperantemente decadente? ¿Para convertirse en un proscrito del mundo de los vivos cuando es precisamente el insoportable deseo de vivir lo que me ha llevado a estudiar los prohibidos ritos de la nigromancia?
Os diré con qué propósito he hecho eso. Lo he hecho todo por nada, por cuanto es lo único que tengo ahora que desnudo mi alma ante vos: nada. Nada que poder mostrar por dos siglos de vida; las tierras que una vez reclamé como mías, la gente que me demostraba fidelidad, todo olvidado ya.
Y lo único que ahora puedo esperar es un final ignominioso y una eternidad en ese mundo crepuscular del reino de los muertos, atrapado entre los mundos del descanso eterno y la vida gloriosa, incapaz de existir en ninguno de ellos, ambos torturadoramente fuera de mi alcance. Una eternidad de tormento. Una eternidad de condenación.
Se ha dicho que la línea que separa la genialidad de la demencia es muy fina y se atraviesa con demasiada facilidad. También se ha dicho que un loco ve las cosas con mayor claridad que cualquier otro, incluso más que un hombre en su lecho de muerte cuando, de repente, toda su impía vida es iluminada con aterrorizadora claridad por primera vez en décadas.
En tiempos de demencia, recomiendo un loco para que os guíe. Qué cierta es esa afirmación para este maldito mundo en el que vivimos, donde innombrables horrores acechan siempre en la oscuridad, dispuestos a pillarnos, atraparnos y arrastrarnos a la ruina eterna.
Creo que la locura es una liberación de las restrictivas limitaciones impuestas en nosotros por las expectativas de nuestra cultura, nuestra raza y, por encima de todo, nosotros mismos.
Al loco no le importa lo que otros piensen de él, porque aquello que lleva a una persona a la demencia es a menudo la revelación de que el mundo que lo rodea no es tan seguro ni estable como le gustaría creer, que es un lugar poblado por monstruos que acechan justo al otro lado del fino velo de la realidad, que pueden destrozar el alma de un hombre tanto como su cuerpo y destruir su mente.
Puede que os preguntéis si yo estoy loco.
Sí lo niego, eso sería una prueba de mi demencia.
En cambio, si os dijera que estoy loco, esa admisión por sí misma demostraría con total seguridad que poseo una mente cuerda y capaz de razonar.
Pero yo no afirmo estar loco. Como ya he dicho, lo único que proporciona a un hombre una claridad mental que se aproxime siquiera a la que posee el demente, es el conocimiento de que se avecina su muerte. Y yo, por lo que a mí respecta, he aceptado esa verdad, ese hecho inevitable.
Irónicamente, el lunático no cree estar loco porque ve el mundo con una claridad que el resto de nosotros sólo podemos aspirar a poseer. Ve el mundo como es realmente porque, a menudo, la comprensión de que hay horrores apenas ocultos bajo la superficie de este mundo es aquello que lo arrastra a la demencia. Los locos han visto el mundo como es en realidad. ¿Y cómo puede ser considerada locura una visión tan clara y límpida del mundo?
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Aquél año, el equinoccio de primavere llegó y pasó en una abundancia de lloviznas que desanimaron a las congregaciones que acudieron en muchedumbre a la ciudad para celebrar el equinoccio de primavera.
Y luego llegó el tercer mes de primavera, el cual fue curiosamente ventoso, intempestivamente frío pero adecuadamente lluvioso. Los cielos siempre cubiertos entristecían a todos los habitantes de la urbe, aunque el Tomb Raider parecía haber decidido dejar tranquila a la población por el momento.
No obstante, la lluvia fue bienvenida porque lavó la suciedad que se había acumulado en las calles durante los meses pasados. Pero Viktor Drichey apenas si se había dado cuenta de nada de todo esto.
Tras su horrible experiencia en manos del Inquisidor, el joven se había concentrado en los estudios aún más que antes. También pasaba muchas más horas en la biblioteca de la escuela y luego continuaba tomando notas en la habitación del desván hasta altas horas de la noche, rechazando las ofertas de Erich para pasar una velada de relajante entretenimiento lejos de los estudios. Era como si estuviese decidido a demostrar que cualquier capacidad que pudiera tener era sólo debida a su diligente trabajo y a nada más siniestro que eso.
¿Qué importancia tenía que fuese hijo de un sacerdote el cual veneraba al Dios de la Muerte?
Había sido criado en una casa temerosa de los dioses, y conocía plenamente la diferencia entre el bien y el mal. ¡Ciertamente, no era ningún ladrón de cuerpos, y mucho menos un nigromante!
Pero eso no cambiaba el hecho de que Viktor tuviese ahora un siniestro nuevo apodo que le habían dado los otros estudiantes.
El Mago Oscuro.
El profesor Theodria también había hecho esfuerzos para distanciarse del joven. Aunque al principio se había puesto de parte de su alumno estrella, encolerizado por el hecho de que Felix demostrara una desconsideración tan flagrante para con la institución que en sí mismo tenía gran poder e influencia en la ciudad, ahora que el tema había quedado resuelto, al menos por el momento, el director había decidido que para proteger sus propios intereses tenía que desligarse de su aprendiz.
La desconfianza entre la Inquisición y las diferentes instituciones educativas donde se enseñaba magia arcana existía desde hacía mucho tiempo.
Los Inquisidores abrigaban un odio casi psicótico hacia los que recurrían a la magia y hacían hechizos. Veían los milagros obrados por sus propios sacerdotes guerreros, clérigos y paladines como exactamente eso, la divina intervención de los propios dioses, y consideraban a los Magos que hacían pociones y pergaminos como poco más que Brujos o peligrosas hechiceros.