Confesarse era impostergable. Al menos, si quería mantener la cordura.
—Padre, he hecho algo horrible —sus palabras chocaron con su llanto.
—Dilo y no temas. Dios es misericordioso.
Tomó aire.
—Hoy, en la mañana, envenené a mi papá.
—¡Jesucristo! —murmuró el cura y se santiguó lentamente como si hiciera tiempo para asimilarlo.
—Lo sé, padre. Nunca seré perdonado.
El curo mantuvo silencio por un instante y tomó fuerza.
—No aventure conclusiones. Usted no conoce el proceder de nuestro Señor.
Galo replicó. Tenía una sombra en la voz.
—Lo planeé hace meses... —dirigió su rostro hacia la tela de la ventanilla y prosiguió—. Abusó de mi madre, hace veinte años. ¿Imagina el dolor que siento, al saber que estuve en su vientre, recordándole ese trauma?
El cura tenía la sensación de que la voz su interlocutor se alejaba, como si se perdiera entre los cuadros que revivían la peregrinación de Cristo en la nave lateral de la iglesia. Tomó fuerza y dijo lo que decía siempre:
—La venganza no es... —tosió— no es el camino.
Pero Galo no escuchó porque estaba empecinado en contarlo todo. Enumeró cada detalle de sus averiguaciones, cada paso minucioso en el arduo camino hacia su objetivo. Había requerido de una paciencia calculadora para estudiar una cantidad enorme de venenos hasta hallar el que cumpla con los límites de su plan. Vigiló por días a su víctima y se grabó de memoria su rutina, planificó su ingreso a la casa y mezcló la poción mortífera en el plato de sopa. Un veneno lento y sin rastro, un asesino silencioso que destruiría las células de su víctima al pasar las horas.
El cura apenas notó el cambio en el tono de voz del confesado, pues estaba mareado y repentinamente cansado. No percibió la ausencia de lágrimas ni la emoción de las palabras de Galo, ni el orgullo reluciente en cada oración de, según él mismo, su plan perfecto. Lo único que el cura logró descifrar fue el nombre de Juan Manuel Aguilar, es decir, su nombre, luego cayó al estrecho piso del confesionario, derribado por el intenso dolor abdominal.