I
¡Qué sombra tan funesta! Agazapada en el rincón, inamovible. Espera. No piensa irse nunca; en realidad nunca piensa, tan solo actúa por instinto la pobrecilla.
¡Maldición! No debo tener lástima de esa fiera. Debo deshacerme pronto de ese energúmeno, aunque acepto la culpa, si a alguien hay que atribuir el desarrollo de esa criatura es a mí, yo soy quien la ha alimentado.
Es enfermizo. Aún recuerdo su nacimiento perturbador. Desperté con una leve molestia en la garganta, como si una espina hubiese quedado adherida al tragar. La mañana transcurrió y no solo aquel estorbo continuaba allí, sino que me sentí débil y el aire enrarecido me mareaba. El fastidio crecía. Una especie de tumor parecía formarse en mi laringe, el pecho me ardía y el estómago se retorcía como si una uña rasgase sus paredes. La imposibilidad de respirar me desesperó y quise llorar. Una sensación de derrota me desvanecía.
De repente, una bola salió expulsada entre una espuma de saliva negruzca que vomité. Caí inconsciente.
No dormí desde entonces.
Una madrugada me hallé empapado en sudor y orina. Me incorporé, adormecido aún, y fui al baño para beber un sorbo de agua. Me deshice de la ropa mojada. Luego, algo horripilante me sacudió. En el espejo veía a un bicho recorrer mi brazo por dentro. Me impulsé hacia atrás como si de algo sirviese y me examiné aterrado. Ya no estaba.
Los días siguientes no mejoraron, y, el refugiarme en mi dormitorio solo acrecentó la angustia que se tornaba insuperable. Aquel ser repulsivo galopaba mis venas y crecía con una rapidez abrumadora. Temí que pronto empezase a carcomer mis vísceras pues lo había sorprendido escabulléndose por los orificios de mi nariz, de mis oídos…, por las córneas. Su figura amorfa era el gusano de la manzana podrida que llevo por cuerpo.
Una noche, mientras buscaba una pastilla que me ayude a conciliar el sueño, lo encontré devorando mi pulgar. ¡Había criado colmillos!, ¡cuánto había crecido! Tomé la escoba y, en la intención de eliminarlo, destruí la habitación. Pero, esa bestia escurridiza estaba intacta y me estaba volviendo loco.
Ya no le bastaba mi sangre y juguetear por el laberinto de mis órganos, ahora buscaba roer.
II
No sé cuánto pasó, pero, mi situación empeoró terriblemente. Estaba enfermo y en extremo delgado. Y algo funesto me envolvía. Me convertí en un esclavo y esa sombra amorfa era mi amo. La alimenté y sacié su sed. Hice todo lo que me pidió sin refutar, temeroso de su semblante. Al principio, las ratas sirvieron de mucho, pero su hambre crecía y me exigía cada vez animales más grandes. Entonces, me vi obligado a capturar y degollar una docena de perros y gatos, situación que alarmó al vecindario. Sin embargo, la matanza de estos culminó, pues, pronto no hubo qué sacie el apetito voraz de esa fiera que anhelaba pedazos más grandes y grasientos. Fue cuando las víctimas… variaron.
III
Conocí a Lourdes en una estación de comida rápida. Sudaba delicioso, olía rancio y tenía mucha, demasiada grasa. Enseguida fuimos amigos y la invité a mi departamento. Nunca se me había hecho difícil llevar mujeres a la cama, y esa vez fue algo similar. Subimos a tropezones mientras besaba sus labios carnosos, saboreaba su saliva amarga y me deleitaba con el ronquido de su nariz; ¡cuánto la deseaba! Nos recostamos y me desnudé. La besé con ansia y ella se frotaba en mí, me besaba, mordía fuerte y con desesperación. De alguna manera, al igual que al bicho, la carcomía las ansias de devorar.
La recosté y la caída lateral de sus senos enormes me hipnotizaron. En el frenesí de la antesala a la penetración, tomé mi navaja oculta bajo el colchón y la hundí sabrosamente en su yugular. Mientras los fluidos espesos del sudor de su espalda y mi pecho, de su boca y mis dedos, de su vagina y mi pene erecto se enlazaban con la vertiente de sangre oscura.
Eyaculé. Y entre el aire enrarecido del clímax, vi la oscura presencia del bicho antropomorfizado y arrimado en una esquina... Sonreía.