Siempre existe un punto de inflexión en el que se observa qué merece y qué no merece la pena. Cuesta muchísimo dejar de ver la paja que otros han posado sobre uno, puesto que muchas veces esa carga es más emocional que tangible y los sentimientos atan de un modo muchísimo más agresivo y peligroso. Samuel conocía muy bien esa clase de esas correas y grilletes, las había sufrido en carne propia desde niño.
Sus padres ejercían un régimen totalitario por el que él debía ser la imagen de perfección, vanalidad y lujo que ellos mismos ostentaban. Jugaban a tener un títere arrogante, díscolo e indiferente al dolor ajeno y lo educaban para que, a su manera, alcanzase el gran status quo que le pertenecía por familia. La herencia había sido una de sus grandes bazas para subyugarle cuando era adolescente, moldeándolo a sus gustos.
Todo ello mediante comentarios afilados y ponzoñosos que iban empujando a que desechase a aquellas personas que eran inferiores a sus ojos. De ahí que chocara tanto con sus abuelos en lo que a trato al servicio u otras personas de menor estrato social, aquello hizo que una parte de él desdeñase la bondad de sus abuelos y su amabilidad sin distinción. Siendo adolescente esa conducta se agudizó de la mano del alcohol y las drogas actuando como un verdadero capullo.
Empezando por hacer apuestas dañinas para otras personas, jugar con las mujeres y los sentimientos de los demás e, incluso, usar su dinero para humillar a los que no consideraba a su nivel. La gente a la que había humillado no había tenido siquiera nombre para él, recordaba estar sentado en el sofá frente al psicólogo en las sesiones de rehabilitación por sus adicciones y hablar de castañas, morenas, rubias, el friki, el gafotas, el gordo…
Todos ellos eran motes, colores o un rasgo indiferenciable a sus ojos: a eso los había reducido, minimizándolos, insultándolos, en su mente no tenían ni rostro, ni nombre, nada que los diferenciara o los hiciera especiales ante él. Sólo en aquel sofá habían comenzado a verse como personas como él, de carne y hueso, sangrantes y dolientes. Entonces pasaron de ser motas en su pasado a ser siluetas borrosas que sufrieron a sus manos, con sus palabras o acciones.
Por si fuera poco aquella repentina vuelta de memoria en las reuniones grupales con otros adictos rehabilitándose, comenzó a ver a las personas que lo rodeaban como sus abuelos los veían: personas. No había distinción allí con los otros hombres y mujeres, todos tenían un rostro, un nombre, una voz, y una historia en la que la lucha contra su adicción primaba. En solo una sesión comprendió que había hecho mucho más daño del que él creía y para ello sólo había necesitado no recordar a sus víctimas.
Él había sido más cruel de lo que nunca hubiera imaginado, además de haber silenciado sus actos en su mente. Sin nombre no había delito, sin delito no habia remordimientos, sin rostros no había víctimas ni recuerdos así que él había cometido no solo omisión sino también asesinato. Quizá no había sido físico pero se sentía igual que haberlos asesinado estando en aquel sofá o hablando en aquel círculo.
Allí la comprensión aflorada creció, en el cultivo de esa parte de él mismo que sabía por experiencia que era más agradable a sus abuelos. En cierto modo, incluso ese cambio le resultaba nostálgico puesto que sentía que de niño había sido mucho más parecido a aquel en quien se estaba convirtiendo. ¿Quién había sido hasta entonces? ¿En quién se estaba tornando?
Se sentía distinto allí dentro, todos tenían sus propios problemas y temores que luchaban por aminorar para poder seguir adelante con sus vidas. Era confuso, estaba confundido por el pasado lleno de recuerdos nítidos y otros difusos como el infierno unidos a los momentos nuevos que iba forjando con sus compañeros. En ocasiones eran simples discusiones, otras eran conversaciones tontas acerca del futuro en general y otras se trataban de peleas.
Recordaba las paredes lisas y blancas de la clínica, las horas muertas dedicadas a reflexionar o a leer, las horas sentado en el sofá gris hablando y escuchando lo que el psicólogo creía que debía hacer y las horas escuchando a los demás y sus historias. Aún a día de hoy compartía cada semana una sesión con otros rehabilitados como él, tenía la sensación de que aquel horario era la cadena que sostenía sus pies anclados a tierra junto a su abuela.
El teléfono vibró en el bolsillo trasero de su vaquero, tardó en sacarlo perdido como estaba en la última sesión en la que estaba sentado. Miró alrededor percatándose de que se había quedado solo en el círculo mientras el psicólogo estaba recogiendo los regalos que algunos de sus compañeros le habían llevado. Descolgó apenas viendo quién estaba al otro lado de la línea y con la mano libre acarició la silla en la que había estado sentado.
Escuchó lo que le decían al otro lado algo distraído en las vistas a través de la ventana, el cielo gris desentonaba con la calma que sentía tras haber finalizado la sesión. La voz masculina siguió hablando por unos cinco minutos en los que no pudo sino soltar un monosílabo tras otro, consciente de que debería estar prestando mayor atención. No obstante, había pasado la mañana oyendo la información básica necesaria y sabía que esa llamada era rutinaria, salvo cierta adición informativa hecha aquella misma tarde.
Le importaba mucho todo lo tocante a ese tema, por supuesto que lo hacía aunque estaba mucho más involucrado en cómo pudiera llevar Irene la declaración en sala frente a los magistrados. Claro que no olvidaba que había más víctimas, desde la clínica había iniciado un camino sin retorno por el que no podía hacer oídos sordos a la existencia de víctimas de cualquier tipo. Mentiría si dijera que no las reconocía a pesar de que su prioridad estaba puesta sobre la española.