Rosa pastel

23. Lograrlo sin ti

Abril corrió por detrás de los muebles, refugiándose de su padre y aquel monstro en el que se había convertido. Sus manos temblaban y aunque quiso quedarse a llorar escondida en el cuarto de baño como solía hacer en sus días pasados, ver a su hermana menor desprotegida y ahogada en un llanto escalofriante la llevaron a actuar con prisa.

Gateó hacia ella y con una mano la cogió hacia su regazo, la niña no se calmó, pero si se aferró a ella con urgencia. Abril lloró atemorizada al ver a su hermana así, tan frágil y desprotegida, y sin saber qué hacer y confundida por la bruta actitud de su padre, se levantó desde el suelo, corrió a su cuarto y se encerró allí, atemorizada por lo que seguía oyendo.

Su madre nunca dejó de gritar y los fuertes golpes seguían resonando por cada esquina de la enorme y fría casa en la que vivían, aquella casa que alguna vez, ella, inocente niña, había buscado llamar hogar. Algunas cosas crujían, de seguro bajo su frágil y cansado cuerpo; y los gritos de su madre cada vez se convertían en chillidos doloridos, exigiendo ayuda y misericordia.

En pocos segundos logró tranquilizar a Violeta y tras recostarla en la cuna corral en la que su hermana solía jugar, se armó de valor y corrió de regreso a la sala. El lugar estaba completamente destrozado y su madre yacía desganada en una esquina del lugar. Sus manos estaban sobre su cabeza y ensangrentada por la violenta paliza que acababa de recibir, seguía refugiándose, temblando y sollozando.

—Mamá —musitó asustada, tocando sus manos con temor—. Mamita...

—Quédate con Violeta, por favor —pidió Kalei sin quitarse las manos del rostro, con un amargor en la boca.

—Mamá, dime que hago... por favor, mamá. ¿Quieres qué llame a la abuela? —pidió, tratando de ver su rostro, la mirada de aquella mujer que la protegía a como dé lugar.

La mujer nada respondió y siguió inerte en la misma posición, sollozando arrepentida por sus errores. ¿Acaso había sido su culpa?, examinó, enrabiada por la paliza recibida y que no merecía. Todo había sido un accidente, aun así, nada había evitado aquello.

Algunos segundos transcurrieron y Abril se quedó junto a su madre, acariciando sus manos y tratando de oír su respiración. Se levantó de su lado en una oportunidad y fue para conseguir una manta, pues verla así, ensangrentada y sollozando en el suelo, la entristecieron con notoriedad y solo buscó hacerla sentir cómoda. En el filo del sofá encontró el teléfono de su madre y mientras miraba la luminosa pantalla de éste, sus ojos se encontraron una vez más con su padre, quien se acercaba a ella, cojeando a un lento ritmo y con una oscura mirada.

La niña, por inercia, se levantó desde el suelo y apretó el teléfono móvil entre sus manos. Retrocedió un par de pasos y se pegó contra un muro, entristecida por lo que anticipaba que ocurriría.

—No, papá...

—Todo esto es tu culpa —reclamó el hombre, pateando las piernas de Kalei—. Si no te hubieras vuelto una vieja amargada, gorda y desabrida, nada de esto habría ocurrido —insistió y jaló a la mujer desde el cabello y la arrastró hacia el cuarto de baño. De fondo se escucharon sus gritos y también los de Abril, quien comenzó a desesperarse por lo que veía—. ¡Mira lo que me hiciste! —culpó de su discapacidad a Kalei y la empujó con brutalidad contra su silla de ruedas. El hombre, cansado por todo el esfuerzo que había hecho para levantarse desde la silla, dejó a Kalei tirada por algunos minutos, acorde se recuperó, respirando con prisa y frotándose los muslos por igual.

La mujer, abatida ya por los anteriores golpes, se dejó caer sin fuerza contra uno de los sofás, y tan torpe como siempre, giró sobre su cuerpo, cortándose las manos con un par de vidrios rotos, provenientes desde las copas que Juan había destrozado antes. Se arrastró en sus codos, dolorida y con el rostro inflamado y la boca completamente destrozada.

Quiso gritar y defenderse, pero la fuerza y el peso del hombre fueron mayores sobre su frágil cuerpo y aunque seguía oyendo los gritos de su hija de fondo, quiso luchar por ella, por ese amor de madre incondicional que sentía hacia sus dos pequeñas, pero los golpes no cesaban, tampoco la brutalidad de estos y poco a poco dejó de ser consiente de cada cosa que ocurría a su alrededor. 

Juan estaba descargando toda su ira contra ella, contra aquella mujer que era la madre de sus hijas, la mujer que alguna vez había elegido y había jurado amar y proteger hasta que la muerte los separara.

Su madre ya no gritaba, tampoco lloraba y los golpes no cesaban y asustada por ser la siguiente, corrió otra vez al mismo cuarto en el que había refugiado a su hermana pequeña, lejos de la bestia que alguna vez había llamado, y con orgullo, padre.

Usó la seguridad de la manilla de la puerta para encerrarse allí, y abrió las persianas que guiaban al patio trasero de la casa, buscando alguna forma para escapar o pedir ayuda. Era solo una niña, confundida y atemorizada, y sin pensárselo más veces, entendió que ella no podría hacer mucho para enfrentar a su padre. Levantó el teléfono de su madre entre sus dedos y con un desenfrenado temblor, echó una rápida miradita entre las ultimas llamadas que su madre había efectuado.

Las seis últimas llamadas correspondían a Kelly y a Dan, y anticipándose a que su madre seguía en constante comunicación con ellos, marcó el número telefónico de su tía, acorde caminó por su habitación, cogiendo con una mano, su mochila escolar y reunió con acierto algunas pertenencias para escapar.



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En el texto hay: maltrato, divorcio

Editado: 24.04.2019

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