Marshall sintió la ira burbujeando bajo la piel de Ava, el depredador en sus ojos, para cualquiera que observara desde afuera, ajeno a lo que había sucedido hace menos de cuarenta y ocho horas, la escena le parecería cruel, Ava resultaría una criatura sádica por la completa falta de expresión en su rostro mientras daba los golpes.
Pero Marshall sabía que ella estaba ardiendo de rabia, su poder oscuro, violento, íntimamente salvaje, rompía como olas furiosas.
Pero de la garganta del hombre humano no salió grito, ni súplica o miedo, solo pequeños gruñidos apretados entre los dientes. Él sentía dolor, pero lo contenía con una fuerza casi viciosa. Le habría dado un poco de crédito al bastardo si solo fuera un intruso o un traidor, pero este hombre había despertado los instintos que Marshall prefería mantener dormidos.
El león arañaba las paredes internas de su cuerpo, su sangre caliente y espesa. Golpes de necesidad y furia se arremolinaban dentro de él, mezclándose con el cálido, brumoso y salado olor de la sangre humana. La violencia y Marshall no estaban bien alineadas en el mejor de los caso, pero aquí, había una diferencia circunstancial.
Ava.
Porque la necesidad de hundir sus garras dentro de la carne del cazador, tan profundo como para tocar los huesos, no se debía a que el humano había llenado su cuerpo con balas paralizantes. No, la razón de su brote vengativo era la amenaza que le hizo a ella, le había apuntado su arma a la cabeza, sus ojos habían ardido con la necesidad de tomar su vida.
El león de Marshall empujaba, el pelaje asomando bajo la piel humana. Marshall hizo todo para frenar los impulsos que enrojecían su visión, pero la violencia rugía en su interior, demasiado salvaje como para obedecer sus principios y razones. Aunque quería desgarrar la garganta del asesino, estaban aquí para obtener información y controlar a la tigresa por si de pronto se hundía en la visceralidad de sus instintos.
—Dame tu nombre —exigió con un nuevo golpe.
Pequeñas gotas de sudor se desprendían de su piel, el recorrido era breve hasta humedecer los mechones sueltos de cabello.
El humano estaba empapado, su remera desgarrada con cortes irregulares, su rostro hinchado por los golpes de puño. Marshall no había esperado un control tan refinado sobre su propia fuerza, la mujer letal se había concentrado en crear heridas que iban un poco más allá de lo superficial, sin un verdadero riesgo vital, pero lo suficiente como para que sintiera su sangre abandonando su cuerpo.
El dolor, la desesperación y el cansancio debían significar algo para torcer la voluntad del asesino. Pero, tal y como ella lo anticipó, no iba a cooperar en nada.
—Son como ostras de mar —recordó que ella le dijo, una tarde como tantas otras, tan lejana que el recuerdo parecía provenir de otra vida—. Demasiado duros como para llamarse humanos. —Ella había estado rompiendo nueces para Alexander ese día, porque le había pedido al cocinero que preparara budín de vainilla y nuez, el favorito de Byron. Marshall se ofreció para ayudarle, y entonces ella le comentó sobre su trabajo, la clase de monstruos y bestias con los que peleaba—. Algunos creen que hacen lo correcto, otros, simplemente se niegan a admitir sus crímenes.
Sus ojos iban perdiendo el brillo a medida que hablaba, y entonces, él comprendió que Ava no era una simple oficinista, ella trabajaba duro para borrar a los cazadores activos, tantos como le fuera posible.
Ahora, la mujer que debatía entre cerrarle las puertas de su corazón o invitarlo a entrar solo para matarlo, deslizó el dorso de su mano derecha para remover el sudor de su frente.
—El tiempo que esto siga, depende de ti.
Ojos de ámbar pálido brillaron frente al hombre. Solo provocaron una corta y calmada risa, el sonido roto.
—Estoy preparado para enfrentar la muerte —dijo, su voz pausada, con grietas y bordes irregulares por el dolor—. Voy a morir, de una forma u otra.
Con el felino merodeando en sus ojos, Ava probó un método distinto.
—Entonces no querrás que tus familiares se enteren cuando y donde morirás, ¿cierto? Tu esposa, tus hijos, tus nietos, tus padres... —Una pausa, Ava presionó una garra sobre el corte irregular en el lado izquierdo del pecho del hombre—. A los humanos les gusta enterrar a sus muertos, cuando no pueden hacerlo lloran, sufren y se retuercen, les carcome la mente saber que no tienen acceso a los cuerpos de sus fallecidos.
Ava no estaba hablando de lo que sentiría la familia de este hombre —si la tuviera—, si su destino sería bajo tierra en algún punto aleatorio del territorio Gold Pride. Ella hablaba por el sufrimiento de los tigres que perdieron a tantos por su culpa.
—Eso no me afecta —respondió, total y absoluta carencia de emoción—. Ellos saben perfectamente lo que me pasará si un día no regreso a casa.
—Vaya forma egoísta de justificarte —Marshall gruñó.
El dolor de esa familia sería tan grande como el dolor de los tigres, ¿cómo era capaz de no sentir nada en absoluto? Si Marshall dejaba de enviar mensajes tres veces por semana, tanto su madre Maeve como sus inquietas e irritantes primas comenzarían a cazarlo solo para volver a recordarle que jamás debía desaparecer.
¿Cómo podía este hombre pensar que el sufrimiento de sus familiares no merecía significado?
—No necesito hacerlo —una declaración fría—. Sé lo que hice y lo que soy, no encontrarán nada más que eso.
Con una brusca inspiración, Ava cerró la distancia y tomó el rostro del cazador apretando su mandíbula golpeada.
—¿Por qué?
La demanda no salió con una voz frágil, quebradiza y dolorosa, como aquella vez que lo enfrentó con puños y maldiciones, la primera desde que Nolan fue tomado como prisionero por el clan Night Shadows. El tigre había tomado la vida de uno de los suyos, y ellos exigieron la suya a cambio.
Vida por vida, sangre por sangre.
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Editado: 08.08.2022