Incluso el sonido de la lluvia se sentía sofocado en el silencio que sus últimas palabras dejaron. Marshall no hablaba de Aidee con nadie, Maeve había desistido sobre la tarea de sacarle información sobre su pasado, para su madre adoptiva los doce años que vivió antes de que lo encontrara comiendo la carne adherida a los huesos del conejo no existía.
El niño que fue antes del sótano se fue con su hermana.
Marshall no compartía sus recuerdos de Dee con nadie, eran demasiado escasos y valiosos para él, tan llenos de dolor... Pero se sentía bien decírselo a ella, porque entendía a Ava de una forma que ella todavía no comprendía, Marshall sabía cómo se sentía perder una parte de él, algo tan importante que su ausencia dejó un enorme agujero en su interior.
Ella lo supo, o al menos eso entendió él en el momento en que una capa de esa espesa niebla que rodeaba el vínculo se desvaneció, como si una suave brisa la hubiese alejado. Todavía no podía acercarse a los hilos que rodeaban el núcleo pero el brillo ámbar era intenso y más hermoso aún.
Doblando las piernas, Ava las rodeó con sus brazos y luego recostó la cabeza sobre el hombro de Marshall.
—¿Cómo era ella? —le preguntó.
El hecho de que ella quisiera saber algo sobre él lo tomó desprevenido, hizo que su león sacudiera la melena con orgullo.
—Se llamaba Aidee —respondió, con un nudo en la garganta y una sensación agridulce en el pecho—. Pero todos le llamábamos Dee, era cuatro años menor pero estaba tan llena de energía. Amaba el aire libre, el sol y las hojas secas en otoño.
Dee había tenido prisa por crecer, veía la vida a través de los ojos de su leona, curiosa pero decidida a enfrentarlo todo.
—Ella quería ser grande y fuerte y tener una manada propia cuando se convirtiera en adulta —su voz tembló, al igual que su cuerpo, el doloroso estremecimiento al saber que los sueños de su hermana jamás se harían realidad, porque el fuego de su vida se había apagado demasiado pronto—. Si ella estuviera viva hoy, estoy seguro que lo habría logrado.
Porque Dee contagiaba energía y poder pese a su tamaño y edad, hacía que la gente perezosa su pusiera en movimiento con el solo hecho de pedirle que salieran a jugar con ella.
—Era muy activa —recordó, con algo parecido a una sonrisa—. A mí me gustaba jugar videojuegos en mi habitación, luego ella venía y decía: mira que bonito está el sol afuera ¡vamos a jugar! —Marshall rió, pero el sonido le salió a medias—. Yo fingía gruñirle y..., le decía que fuera a jugar con su cola.
Ahora más que nunca se arrepentía de las veces que no salió a jugar con ella, que no vio su rostro iluminado por el sol y su risa coloreando con alegría el aire. El arrepentimiento era una espina ardiendo dentro de él, que jamás se apagaría ni dejaría de lastimarlo.
Era un dolor con el que cargaría por el resto de su vida... Lo que le quedase.
Ava no lo presionó para que continuase hablando, en su lugar se escabulló por debajo de su brazo para subirse a su regazo y acurrucarse en su pecho. Marshall la rodeó con sus brazos, extrañaba la forma en que se sentía tenerla cerca de él, su calor, su olor, el dulce latido de su corazón y el suave toque de su cabello naranja.
—Luego ella volvía para subirse encima mío como un gato y quedarse conmigo a verme jugar, justo como lo has hecho tú —dijo, y le plantó un beso sobre la coronilla—. Solo porque no le gustaba estar enojada con su hermano mayor.
Ava dibujó círculos sobre su camiseta con un dedo.
—Bueno, en mi defensa..., tú eres un hombre grande que inspira la necesidad de acurrucarse, y yo soy pequeña.
Conmovido por la manera en que lo veía, Marshall la rodeó aún más.
—Me gusta estar así —dijo ella y sonó como una confesión secreta—. Se siente bien.
—Tenerte es un privilegio para mí.
Se contuvo antes de que un reclamo mayor se le escapara, quería con toda su alma que ella fuera suya en todas las formas posibles, pero el lado cauteloso de él le susurraba que ella podría no estar lista para aceptarlo. No todavía.
—Ya no estás ansioso.
—Estar contigo me ha ayudado, en la mayoría de las veces como hasta que ya no siento nada.
Marshall vio el desastre que había hecho en su habitación, la vergüenza lo inundó otra vez.
—No quería que vieras este lado de mí —confesó en voz baja—. Es tan vergonzoso.
Ava trazó el contorno de su mandíbula con el dedo.
—¿Por qué?
—Se supone que un león es fuerte, pero yo no lo soy.
Ella tomó su rostro con fuerza y lo obligó a mirarlo a los ojos, Marshall se enfrentó a la salvaje ferocidad de ella brillando en el color ambarino que tanto admiraba. Era uno de los colores del otoño, y el otoño era su estación favorita.
—Tú eres fuerte.
—No.
—Lo eres —Ava replicó—. Lo repetiré tantas veces como sea necesario.
—No lo soy —murmuró—. Un hombre fuerte sabe cómo enfrentar sus emociones, la presión. Cuando hay problemas yo solo pienso en comer para dejar de pensar, cuando veo comida no puedo detenerme porque...
Marshall había deslizado su mirada hacia adelante, lejos de ella, pero Ava se incorporó, todavía en su regazo, y encontró sus ojos de nuevo.
—¿Por qué?
Marshall tragó duro, descubriendo algo que había asimilado en modo automático durante toda su vida.
—El hambre me recuerda al sótano.
Ava se acomodó contra él, acarició su cuello con la nariz.
—¿Qué pasó en el sótano?
—Mamá nos encerró a los dos luego de que unos ruidos extraños nos despertaron temprano. Vivíamos en una manada pequeña. —Marshall ya no recordaba a nadie de esa manada, ni siquiera su nombre—. Ella dijo que volverían por nosotros, pero bloqueó la única salida accesible por fuera y jamás la volví a ver. Papá tampoco apareció.
Ava extendió sus dedos en un lado de su pecho.
—¿Recuerdas algo sobre aquellos ruidos, pudieron haber sido cazadores?
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Editado: 08.08.2022