Dos meses y medio después...
“Encuentrame en la cima del sendero blanco”
Marshall levantó la mirada del suelo y se apoyó en el delgado tronco de un pino joven, cada musculo de su cuerpo gritaba con un dolor que se había vuelto tolerable, pero incómodo.
Tomó un largo trago de agua de su botella para calmar la aspereza en su garganta. Le faltaba poco para alcanzar la cima del sendero blanco, bautizado así por una cumbre libre de vegetación dominada por rocas desnudas al capricho de los elementos y blancas como la tiza.
Era la ruta que Ava marcó para él.
Todos los días ella le dejaba una nota diferente pidiendo que la encontrara en alguna parte aleatoria del territorio de la coalición. Conforme pasaba las pruebas, día a día, el desafío se volvía un poco más difícil, lo suficiente para no agitar demasiado su corazón y para fatigar un poco su cuerpo.
La mujer había tomado en serio la tarea de ejercitarlo.
El león de Marshall lo encontraba estimulante, era como una cacería, un canto de sirena para el depredador.
Recuperando el aire, continuó subiendo. Su reloj de muñeca marcó las cuatro y media de la tarde cuando llegó a la cima y la encontró ahí. Sentada sobre una de las rocas blancas, junto a un pequeño abeto que se aferraba obstinadamente a la tierra dura salpicada por rocas casi imposibles de vencer. Las raíces del arbolito se enroscaban alrededor de las piedras y volvían a hundirse en la tierra.
El abeto era la única planta en la cima.
—Una hora cuarenta y siete minutos —Ava calculó en su reloj inteligente desde su sitio—. Lo hiciste bien ¿te queda agua?
Marshall sacudió la cabeza, su respiración era irregular y sus energías habían mermado hasta el punto en que ya no podía seguir de pie. Así que caminó el último tramo y se sentó al lado de Ava.
—Bien hecho —Ava le animó, deslizó sus manos sobre los hombros de Marshall mientras él bebía el agua que Ava trajo de reserva—. Cada día mejoras un poco más.
—Sí.
No podía hablar mucho, su cuerpo pedía oxígeno a gritos. Ella lo entendió, permanecieron en silencio, contemplando la deslumbrante vista del paisaje. Las vastas tierras pobladas por grandes y viejos árboles, el profundo corazón verde del bosque. Los montes en los alrededores y las montañas lejanas, el aullido del viento y el calor del sol de primavera.
—Creo que no había venido a este lugar antes —dijo veinte minutos después.
Su ropa deportiva todavía estaba empapada en sudor y se le adhería al cuerpo como una segunda piel. Era molesto e incómodo, pero a Ava no parecía importarle.
Ella seguía acariciando sus hombros, su espalda, su pecho.
—Todavía nos quedan muchos sitios por explorar.
—¿Por qué aquí? —le preguntó—. Pensé que iríamos al río.
—Hice el sendero ayer, al atardecer y me encontré con esto.
Hizo un gesto con la cabeza hacia el pequeño abeto.
Marshall frunció el ceño.
—¿Lo plantaste?
El cansancio había hecho estragos en su capacidad para pensar. La risa de Ava fue como su bálsamo.
—No, no sé cómo se plantan los árboles —todavía risueña, Ava besó su cabello—. Me gusta pensar en la historia de este pequeño. Una semilla traída por el viento que germinó en un terreno muy duro, y a pesar de las condiciones implacables sigue de pie, firme. Con suerte se convertirá en un gran árbol.
Marshall miró al abeto debilucho, apenas tenía unas cuantas ramas en la parte superior, y el tronco debía tener el diámetro de la tapa de su botella. El viento lo mecía y lo hacía temblar, daba la impresión de que en una furiosa tormenta el pobre se quebraría en dos. Pero Ava lo miraba como si fuera la cosa más fuerte e invencible del mundo.
—Ah, su historia es parecida a la nuestra.
Ava suspiró.
—Sí, me pone algo nostálgica. Pensar en el largo camino hasta aquí.
Marshall levantó una mano hasta alcanzar un mechón de su cabello naranja con los dedos. Encontró los ojos ambarinos de su tigresa y le sonrió.
—Y el largo camino que nos queda.
Su sonrisa calentó su corazón.
—Este amiguito no la tuvo fácil, pero si nosotros pudimos salir adelante, él también lo hará.
Estuvo de acuerdo con ella.
—Entonces ¿haremos este lugar nuestro?
La alegría chispeó en el fuego ámbar del vínculo, Ava sacudió la cabeza de arriba a abajo. Se puso de pie con su mochila gris colgando de un hombro y comenzó a mover algunas rocas alrededor del abeto, luego vertió el agua de una de las botellas que traía sobre el tronco.
Con suerte, el arbolito calmaría su sed.
Mientras veía a la tigresa escribir sus iniciales con marcador permanente en una de las rocas, tal como lo había hecho en la corteza de un viejo roble en el pasado, el pecho de Marshall se hinchó con orgullo.
La mujer que todavía pensaba que era una máquina asesina, cuidaba de un abeto indefenso y vulnerable.
«Te adoro» le dijo en su mente.
Ava dio un respingo y levantó la cabeza en su dirección, ruborizada y sonriente, y suya.
«Quiero escucharte» le respondió, su voz cargada con emoción.
Marshall se transformó en el león sin importarle arruinar su ropa, la transformación duró menos de un minuto, al siguiente ya era capaz de caminar en sus cuatro patas.
En la cima de piedras blancas y arenisca, bajo la atenta mirada de una tigresa que lo había reclamado en cuerpo y alma, Marshall alzó su voz en un rugido que recorrió los bosques, llevando el mensaje de su orgullo a toda criatura que anduviera cerca.
Cuando terminó después de unos minutos, Ava lo rodeaba por el cuello y se frotaba en su melena.
—Mí león hermoso.
Marshall cerró los ojos. Este momento trepó al primer lugar de los momentos más felices de su vida.
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Editado: 08.08.2022