Ruinas en las tinieblas (un cuento oscuro 0.6)

17

Keiran regresó a la Sombra y la Niebla, pero no se dirigió a la villa palaciega ni a la capital. Se dirigió a Llanrhidian, pero no informó a nadie de su llegada. Quería estar solo. Lo necesitaba. Se había librado del peso de la cabeza de la criatura de aspecto lobuno, el neònach, pero sentía una carga todavía más pesada en sus hombros y en su pecho.

Cuando decidió visitar a El Coleccionista sabía que podía salir de su museo bajo tierra con preguntas sin contestar y con incógnitas nuevas, pero no relacionadas con su familia.

Él estaba maldito. Rhiannon también, igual que Iver. La única diferencia entre los tres era que el hermano pequeño ya había pagado las consecuencias de aquella maldición. Las estaba pagando. Y Carys también.

La tierra de los dannan había sido para Keiran un lugar de descanso y desahogo durante años. Un lugar en el que podía quitarse el atuendo de heredero de la Casa, su sentido del humor frío y mezquino se transformaba en bromas cálidas y sin malicia, y sus sonrisas se volvían más abiertas menos predadoras. Después de la muerte de sus padres y de sus abuelos, solo se quitaba la corona del Hijo Predilecto en la más estricta intimidad, cuando estaba solo o con aquellos que más lo conocían y que sabían quién estaba de verdad debajo del escudo de la serpiente y del cardo. Llanrhidian ya no era un lugar en que podía mostrarse sin los símbolos del Hijo Predilecto, pero la magia que alimentaba su tierra y sus bosques, sus acantilados y las aguas de sus costas, seguían teniendo un efecto relajante sobre él, casi balsámico. Hasta ese mismo día. Hasta conocer la verdad sobre la diosa que había reservado aquel pedazo de tierra para los dannan.

Saber que Dannu lo había condenado a él y a todo su linaje materno de una manera tan cruel le dolía. Quemaba con aquel fuego helado que había sentido al descubrir que una parte de los dannan habían estado urdiendo un plan a escondidas para acabar con él y con su familia. Traición. Se sentía traicionado por la diosa a la que le había rezado más incluso que a Padre y a Madre. Traicionado desde el momento en el que había nacido, o antes incluso.

Llanrhidian era ahora un lugar que le producía sentimientos encontrados, pero sus pasos lo habían llevado hasta allí irremediablemente. Cuando salió de debajo del Craobh Mòr estaba anocheciendo. El cielo estaba encapotado, por lo que no podía ver las estrellas y la luna, solo una capa de nubes algodonosas de color lila. Pronto caería la noche y Tierra de Nadie era último lugar en el que deseaba estar cuando eso sucediese. Su posición de gobernante no significaba nada en aquel lugar, y aunque su poder y su formación como guerrero eran ventajas considerables, allí había muchas criaturas con las que no deseaba medirse.

Además, por lo que El Coleccionista le había contado, los sidhe y los neònach también habían llegado a aquel lugar. Tampoco se sentía preparado para enfrentarse a una legión de invasores él solo, por mucho que tuviera los poderes del Hijo Predilecto de su lado.

Llegó a Llanrhidian con la oscuridad nocturna tiñendo el cielo de Elter. Apenas quedaba una franja de color azul oscuro en el horizonte, en el límite que separaba el mar del cielo. Los sidhe pronto atacarían otra vez. Keiran debería estar con su ejército, dirigiéndolo y protegiendo a los suyos. Sin embargo, se sentía totalmente derrotado, sin fuerzas. No solo para ejercer de Hijo Predilecto, sino también para mirar a su hermana sabiendo lo que sabía ahora.

La magia de su Casa lo envolvió cuando puso un pie en su frontera. La vibración conocida y el arrullo de las sombras le recodaron el origen de su poder. No le molestó; la maldición que los dioses mayores habían lanzado sobre sus hijos favoritos le parecía el menor de sus problemas. Lo había sorprendido, sí, pero no del todo. Siempre había sabido que los dioses eran caprichosos y mezquinos, igual que los feéricos. El regalo que eran los poderes de los Hijos Predilectos no podía ser tan maravilloso y desinteresado.

Keiran se dirigió a la costa y solo se detuvo cuando se dio cuenta de que sus pasos lo habían llevado hasta los acantilados enfrentados a la isla Broín. Parecía que esa noche los sidhe pensaban atacar más tarde, pues los barcos y los botes que usaban para llegar hasta la costa de la Casa seguían atracados en la isla. Puede que ni siquiera asaltasen la Sombra y la Niebla esa noche; variar la rutina de sus ataques era una buena estrategia, ya que los volvía más impredecibles. Sin embargo, eso también les daba más tiempo para prepararse para el siguiente ataque, para construir más barcos con los que poder llegar hasta la isla Broín en un número lo suficientemente grande como para poder enfrentarse a los sidhe y a los neònach que pudiera haber allí y no sufrir una derrota fulminante. También estaban entrenando a ciudadanos y ciudadanas de la Casa que se habían ofrecido voluntariamente para ayudar en los enfrentamientos.

Keiran apoyó la espalda contra un árbol, justo en la linde del bosque. La punta de su espada golpeó la madera con un sonido amortiguado y las espinas de los tojos arañaron sus botas. Jugueteó con los anillos que llevaba en la mano izquierda distraídamente, mientras miraba la isla de los draw en silencio. Eran dos, de plata. Uno de ellos estaba grabado con un diseño de llamas y con las cuatro fases de la luna, entrelazadas con las runas antiguas que representaban el apellido de su familia materna, un idioma que hacía milenios que no se empleaba en Elter. Lo llevaba en el dedo corazón desde que había superado la Turas Mara. Para él había sido un orgullo poder llamarse a sí mismo dannan y llevar aquel anillo, así como el tatuaje que subía por su antebrazo izquierdo, desde su muñeca hasta su codo. Ahora… ahora sentía que la piel le hormigueaba con aquellos símbolos.



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En el texto hay: romance, guerra, faes

Editado: 26.07.2022

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