Ruinas en las tinieblas (un cuento oscuro 0.6)

22

La capital del Fuego y la Arena estaba preparada para recibirlos. O eso creían. La noticia de que los sidhe y los neònach habían llegado a Elter había corrido con rapidez. Sus intenciones eran claras. Las dudas sobre cómo había ocurrido, de dónde habían salido, si Padre y Madre habían abandonado a los que siempre habían sido sus favoritos, también se extendían como un fuego salvaje y hambriento.

Todo el mundo inmortal sabía que los sidhe habían entrado en la Casa de la Sombra y la Niebla. Lo que no sabían era que su Hijo Predilecto les había abierto voluntariamente la puerta a su hogar. Como tampoco sabían que sus ejércitos acompañaban a los de los sidhe.

La capital cayó rápido, aunque no lo suficiente, pensó Keiran. Los fae de aquella ciudad costera de casas blancas con dinteles de madera pintada de rojo sangre se resistieron con uñas y dientes, no solo los soldados, sino también los ciudadanos. Todos y cada uno de ellos, hasta los más pequeños.

El blanco de las paredes de las casas se tornó gris ceniza esparcido por las calles de piedra. El color rojo de las ventanas y las puertas se desparramó por todas partes. Incluso por las manos de Keiran.

El Hijo Predilecto de la Casa no se encontraba en la villa palaciega, aguardando la llegada de los sidhe. No, Aedan se encontraba en la capital, defendiendo a los suyos como uno más. Keiran no esperaba menos de él. Sin embargo, no había sido la decisión más inteligente.

El poder de Aedan se basaba principalmente en el control del fuego y de la arena, como bien indicaba el nombre de la Casa. En la capital, en lugar de haber farolas alimentadas con piedras de luz como en el resto de ciudades de Elter, había grandes antorchas y enormes pebeteros alimentados por fuego feérico que se alimentaba del poder natural que recorría la Casa. Un fuego que se encontraba peligrosamente cerca de casas, edificios, mercados… Un fuego difícil de controlar en medio de una batalla llena de ruido y de constantes interrupciones.

Por si fuera poco, la capital de la Casa estaba en una zona especialmente fértil y verde, por lo que la única arena cercana a la que Aedan podía recurrir era la de la playa que marcaba el límite entre la ciudad y el mar abierto. Una playa estrecha de arena clara que había conseguido molestar a los intrusos con un desagradable escozor de ojos y con algún que otro soldado o neònach engullido por los pequeños granos de sedimento.

Keiran apenas se despegó de Awen durante la batalla, que duró más de cinco días, sin apenas pausa entre un embate y el siguiente. La capital era poco más que un esqueleto destrozado y humeante cuando llegó hasta ellos la noticia de que habían capturado a Aedan y que se encontraba inmovilizado con grilletes de mineral azul. Aedan se había escondido en uno de los edificios más altos de la capital, un lugar que servía de mercado y desde el que la ciudad podía divisarse por entero. Un buen lugar para dirigir los ataques de su poder hacia los invasores sin ser descubierto. A no ser que alguien con una magia que también tuviera su origen en la bendición de los dioses pudiera detectarlo.

No había sido fácil para Keiran rastrear a Aedan. El ambiente no lo ayudaba, el anillo que mermaba sus poderes tampoco, y la magia de Aedan impregnando con fuerza aquella ciudad lo despistaba. Sin embargo, todavía podía distinguir las pulsaciones de su poder como un latido. Solo tenía que rastrearlo, moviéndose por la ciudad, intentando averiguar dónde se encontraba el corazón que producía aquellas pulsaciones. Al final, había tenido éxito.

─Deja que sea yo quien les ponga los anillos ─le pidió Keiran a Awen mientras subían los escalones que separaban los pisos del enorme mercado.

Se esforzaba por seguir el ritmo ágil y resulto de la reina, pero le estaba costando. Sentía su cuerpo pesado, las piernas le hormigueaban por el cansancio y la cabeza le dolía. Awen tenía que percibir todas aquellas sensaciones, pero no parecía importarle demasiado. Trotaba de un escalón a otro con el alborozo de una niña pequeña. Llevaba una pequeña caja hecha de serbal de cazador en una mano y el medallón de mineral azul brillaba en su pecho.  

Al escuchar las palabras de Keiran, Awen se detuvo repentinamente.

─Este es mío ─sentenció con voz firme y fría, pausada. Engañosamente tranquila, pues Keiran podía percibir el júbilo vibrante que había debajo.

Keiran no replicó. Hizo un asentimiento con la cabeza y siguieron subiendo.

Cuando llegaron a la última planta se encontraron a un grupo de siete sidhe y tres neònach rodeando al Hijo Predilecto. Dos de las criaturas de piel grisácea, de aspecto lobuno, lanzaron un gañido exaltado cuando sus ojos carmesí se fijaron en la reina. La otra, pequeña, del tamaño de un búho y con unas alas que recordaban a las de un murciélago, abrió su pico ganchudo para dejar escapar un graznido estridente que aguijoneó los tímpanos de Keiran.

Los sidhe se separaron para dejar a la vista al Hijo Predilecto de la Casa del Fuego y la Arena.

Aedan se encontraba arrodillado en el suelo, con las manos inmovilizadas por los pesados grilletes. Su rostro estaba alzado, por lo que cuando Keiran y Awen entraron en el amplio salón con olor a cuero y tinturas, sus ojos de color castaño oscuro se fijaron en ellos con rapidez. En quien primero repararon fue en Keiran. El gobernante de la Sombra y la Niebla podía imaginarse lo que estaba pensando.

Era cierto. Ahora lo veía con sus propios ojos. Uno de los suyos, no solo un fae, sino también un Hijo Predilecto, se había puesto del lado de la reina sidhe.



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En el texto hay: romance, guerra, faes

Editado: 26.07.2022

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