ARCADEY
Camino solo.
Siempre ha sido así. Desde que tengo memoria.
La soledad no es una enemiga. Es una sombra fiel que se aferra a mis pasos, incluso cuando el mundo entero me ha dado la espalda.
Dicen que todos pertenecen a algún lugar.
Yo no.
Yo fui el error no deseado. El hijo olvidado. El secreto mal enterrado.
Y sin embargo... aquí sigo. De pie. Y Vivo.
Observando el mundo desde las ruinas, de lo que alguna vez.....debió ser mi reino.
El bosque susurra, las hojas crujen bajo mis botas gastadas. No hay música en mis oídos, salvo el eco de mis propios pensamientos.
Algunos encuentran esperanza en la luz.
Yo la encontré en las grietas. En la sangre. En la oscuridad.
Me encontraba de pie en lo alto de una colina, con la mirada fija en el Reino de las Hadas, ese lugar bañado de luz, de falsas promesas y memorias incompletas. Desde aquí, todo parecía tan perfecto. Tan ilusoriamente puro.
-Patético -murmuré, con una sonrisa torcida mientras el viento agitaba mi capa oscura.
Observaba, como siempre lo he hecho. Desde las sombras. Desde el rincón que me fue asignado desde el momento en que respiré por primera vez.
La corona nunca fue mía, aunque la sangre que corre por mis venas sea más antigua y más poderosa que la de cualquier trono bendecido.
El Príncipe Caído
Así me llaman.
Y para ser sincero... Lo disfrutaba.
El bosque siempre susurraba.
Pero esta noche, era silenciosa.
Mientras caminaba entre las sombras como lo hacía desde hace años, con la soltura de quien ya no le teme a nada, ni siquiera a lo que se acecha entre las ramas. La oscuridad no era mi enemiga; era mi aliada, mi escudo... y mi esencia.
El silencio se acechaba entre los árboles. Me movía entre ellos sin hacer ruido, como una extensión más entre las sombras. Había aprendido a escuchar lo que la luz intentaba esconder. Y Entonces lo sentí.
Una energía.
No era un tipo de energía común. No era la energía de los elfos del bosque ni la arrogante luz de las hadas. Esta vibración era más densa, más antigua... más parecida a la mía.
Fruncí el ceño, curioso por primera vez en días.
No era para nada común. La energía provenía cerca del Reino de las Hadas a unos 20 km. Un lugar que me resultaba tan absurdo como hostil.
Me asegure de seguir esa energía, solo sabía que me tomaría unos 5 minutos en llegar a esa parte del bosque.
Mientras Avanzaba entre los árboles, silencioso, como una sombra más del bosque.
Entonces lo vi.
Un chico. Solo. De espaldas a mí. Hablando con... algo.
Una figura borrosa, oscura y vibrante.
<<Zion>> pensé en mi cabeza.
Contuve el aliento. No porque me intimidara, sino porque hacía mucho que no oía ese nombre. La criatura que hablaba con él, se desvanecía lentamente, pero yo escuché lo suficiente.
Eryx.
El primer guerrero.
Reencarnación.
Me quedé quieto.
Y Sonreí para mí, ladeando la cabeza.
—Vaya, vaya... —murmuré para mi con ironía—. No todos los días uno se encuentra a la oscuridad reencarnada en medio del bosque.
Me quedé allí por unos segundos más, observando al chico. No parecía peligroso. En realidad, parecía... confundido. Como un cachorro que apenas había descubierto sus garras.
—Interesante —murmuré, aún oculto entre las sombras.
Di un paso hacia adelante, claramente divertido por lo que acababa de escuchar de su querido espíritu legendario. Zion... No podía creer que estaba viendo con mis propios ojos esa figura. ¿Cuántos siglos habían pasado desde que ese nombre fue apenas un susurro en los textos prohibidos?
Y este chico estaba hablando con él como si fuera su terapeuta personal.
—Definitivamente, me voy a divertir con esto —musité, y sin dudar más, tomé la decisión.
Me moví rápido, tan silencioso como la niebla en una noche sin luna. El golpe no fue fuerte —lo justo para no matarlo—, pero lo suficiente para derribarlo. El chico cayó como una piedra.
—Buenas noches, Guerrero —dije con un toque burlón, mientras me agachaba para cargarlo al hombro—. Espero que no ronques.
El viaje de regreso a la fortaleza fue relativamente corto. Él no pesaba tanto, aunque sí tenía una actitud de mármol incluso dormido. Qué fastidio. Si fuera menos importante, lo habría dejado en una zanja y asunto resuelto.
Pero no. Este chico me interesaba.
Lo llevé al interior del castillo —una estructura antigua, olvidada por todos excepto por aquellos lo suficientemente necios para seguirme. Era un refugio para los indeseados, los rechazados por sus propios reinos. Sirenas sin clan, elfos caídos en desgracia, duendes renegados, hadas sin alas... Mi gente. Mi pueblo.
Y yo, claro. El Príncipe que nunca fue.
Lo dejé en una celda que no parecía una celda, sino una habitación —comodidades mínimas, sin barrotes, pero con puertas encantadas y algunas ventanas. No era un prisionero... al menos no todavía.
El fuego crepitaba en la chimenea como si tratara de romper el silencio con su propia lengua de llamas. No lo culpaba. Aquí, hasta las llamas tenían hambre de conversación.
Estaba apoyado contra la ventana, observaba las estrellas que colgaban del cielo como luciérnagas atrapadas en una bóveda de cristal. No era nieve lo que caía... eran ellas. Estrellas que se deshacían en silencio, como si supieran que nadie las estaba viendo más que yo.
Y él.
El chico.
El Guerrero.
Estaba tendido en la cama, aún inconsciente. El calor de la chimenea debía haberle devuelto parte del color a su rostro. El cuarto, una antigua torre de piedra, tenía un aire solemne. Con sus vitrales góticos, el techo alto y las paredes que susurraban secretos viejos, era el lugar perfecto para una buena conversación... o una buena amenaza.
Finalmente, lo escuché moverse. Un gruñido leve, un parpadeo, una expresión de incomodidad mientras volvía a la conciencia.