Toda mi vida he sentido que no pertenecía a este lugar, rodeado de personas que me resultaban desconocidas cada día. Siempre supe que había algo en mí, algo que me hacía diferente al resto de los demás, pero no sabía qué. Todos los días miraba hacia la calle con ganas de salir corriendo y buscar las respuestas a la misma pregunta que me hacía todos los días: “¿quién soy yo?”. Pero luego retrocedía porque sentía miedo de lo que llegaría a descubrir. Y a la misma vez odiaba ese miedo, por estorbar mi camino y hacer que retrocediera cada vez que estaba segura que llegaría a encontrar la respuesta.
Por otro lado, estos mismos miedos habían hecho que llegara a cuestionar el motivo de mi existencia. Había cosas extrañas que me ocurrían cada vez que tocaba la tierra, cosas que no sabía que podría llegar a sentir una persona, era una mezcla de alegría y tristeza extrema. Un sentimiento extraño, como una necesidad se apoderaba de mí cada vez que miraba el punto donde el cielo se unía a la tierra.
Un día cuando volví a mi casa, una mujer vestida con una vestimenta extraña estaba hablando con mis padres. Me acerqué y la mujer me explicó que existía un Instituto para Jóvenes con Capacidades Especiales, y que estarían orgullos de enseñarme a controlar mis habilidades. La miré sin entender, entonces ella me explicó que descubrieron que poseía una extraña habilidad relacionada con la tierra, pero que se encontraba dormida y era peligroso que se despertara si no estaba entrenada para poder resistirlo.
Lo que me había dicho tenía sentido, aunque de todas formas no estaba segura si tenía el valor para poder enfrentar lo que pasaría una vez que pusiera un pie en ese Instituto. Por otra parte, mis padres aceptaron que me fuera por miedo a que muriera por contener algo tan grande dentro de mí.
Tres días de viaje después, llegamos hacia una isla, atravesamos un bosque y llegamos a un muro de piedra maciza que se abrió como una puerta secreta, revelándonos una enorme y antigua construcción rodeada de chicos de diferentes edades vestidos de negro con una especie de capa del mismo color.
Al principio me fue muy difícil adaptarse al Instituto, ya que por más que me esforzara, no podía llegar al mismo nivel que los demás estudiantes. Me sentía completamente torpe. Todo lo que hacía me salía mal.
El profesor de defensa al darse cuenta de que no podía realizar los ejercicios que me pedían que realizara, me enseñó a usar el arco y las dagas como defensa personal. Eso fue un gran alivio para mí, debido a que no era seguro cuánto tiempo estaría protegida en ese lugar.
Tardé dos años, para poder sentir la presencia de todo ser vivo en un radio de diez metros a su alrededor con solo tocar la tierra. Aunque ello, me resultara patético incluso para mí.
Todos los días me levantaba muy temprano y me dirigía hacia el patio trasero del Instituto para poder entrenar mi técnica, pero siempre era lo mismo. No podía sentir la presencia de nadie más allá de diez metros, y además me cansaba muchísimo, aunque constantemente fingía que no me hacía efecto para que los demás no se burlaran. Me sentía una completa inútil, pero aun así no me rendiría. Mi meta era poder descubrir mi límite, saber hasta dónde llegaban mis poderes, aunque me fuese la vida en ello.
Un día fui a la enfermería para que trabajaran en mis palmas cortadas y arañadas de tanto intentar hacer que la tierra se agrietara. Me recosté en el cabecero de la cama mientras una enfermera se ocupaba de mis manos. Al poco tiempo vi cómo otra enfermera hacía señas a una chica que tenía una cortada a lo largo del brazo, la herida no era profunda, pero la sangre que salía de su brazo sí que era preocupante.
La chica a regañadientes se sentó y se inclinó en la cama que estaba frente a mí. La chica controlaba las cosas con el poder mental, era asombrosa y a la vez aterradora. Sus compañeras de habitación le tenían miedo. Pero yo sabía lo que ella pretendía hacer, quería asustar a todos para que no notaran lo que en realidad le estaba pasando, su familia la había abandonado y sentía mucho dolor por ello.
— ¡Ey, tu tierra!, ¿estás ahí? —Escuché su voz llamándome en un tono de burla, por lo que solo levanté la cabeza por unos segundos y luego la volví a bajar, sabía que si le daba demasiada importancia, ella intentaría herirme con sus palabras—. ¿Te crees tan importante, que incluso el hablarme resultaría malgastar tu valioso tiempo? —en definitiva, estaba intentando hacerme sentir mal—. Por ahí me han contado que te pasas horas entrenando, pero aun así no eres capaz de levantar ni siquiera el polvo ¡Oh perdona! ¿Eso te dolió? —eso sinceramente me dolió aunque no mucho como ella había pensado. De todas formas me levanté, pero la chica colocó una cama en mi camino—. Eres tan tonta que ni siquiera sé por qué estás aquí. O tal vez sí… tal vez sea por lástima… —no la dejé terminar, crucé sobre la cama y me fui.
Había días que no la soportaba y ese era uno de ellos. Hacía solo dos semanas que había llegado al Instituto, y ya se creía la mejor de todos allí porque podía controlar las cosas con su mente, pero no era tan buena en eso ya que se había hecho daño a ella misma y estaba segura que esa no sería la última vez. Y aunque sus palabras a veces contenían veneno, yo sabía su punto débil y eso me hacía más fuerte.
Unos días después, me había metido en problemas por haber roto una ventana, no era mi culpa que la piedra no se fuera a la dirección que quería. Una vez que estuve en el Salón de los Conflictos, me senté en una silla junto a la ventana porque así podría ver el suelo desde el lugar donde me hallaba sentada. De alguna manera, ver la tierra me reconfortaba un poco.
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Editado: 17.07.2022