Saintia Selenne

Parte 1

El silencio reinaba en la gran mansión Sheffield y su hipnótica impavidez le permitió a Máximo, dueño y señor de la propiedad, hundirse en la abstracción solo en compañía de sus pensamientos. Eran las 6 de la tarde, el sol de la tarde invernal, con su mezquindad y pereza, lentamente perdía su dominio del cielo diurno, cediendo su lugar a una tirana y fría oscuridad. Pero en sus ojos y su alma esta transformación no existía. Las sombras hacía tiempo que se habían posado sobre el hombre meditabundo y melancólico, acosándolo constantemente y encerrándolo entre rejas de una poderosa y malsana obsesión. Porque la impotencia había despertado su enojo ante un triunfo negado, un triunfo que su infinito dinero no lograba alcanzar. El arma de sus logros que ahora lo hería a sí mismo al ser rebotada contra un escudo necio e impenetrable.

Sentado en el cómodo sillón de su despacho, detrás de un lujoso escritorio de caoba, de espaldas a la enorme biblioteca, rodeado de riquezas exóticas y acaso únicas, Max reducía el valor de sus posesiones al nivel de las más frívolas banalidades. Todo cuanto tenía, toda su fortuna, dejaban de ser diamantes para convertirse en burdos carbones sin mérito de aprecio. Ni sus valiosos automóviles, ni sus numerosas casas en toda la ciudad, incluso su gran colección de arte que allí tenía y que era la razón de su orgullo, desmerecían ante su avidez frustrada. Hundido en la soledad y ahogado en su veneno, sostenía entre sus manos burda representación de la razón de su tortura. Una imagen de su mayor anhelo, retrato de un deseo inalcanzable, era una burla a su impotencia. Pues aquel que todo lo consigue, que nada se le niega y que nadie le impide, aquel que todo abarca y nada le es distante a sus deseos y caprichos, el menor roce y el más pequeño obstáculo le causa la más dolorosa herida y de orgullo el peor sufrimiento.

La edición especial del periódico local supo atrapar a Max con el suplemento que lo destacaba de las ediciones ordinarias de cada día. Ante este apartado toda sección ajena a él fue indigna de su atención y desechada inmediatamente. Dicho segmento que se extendía por varios pares de páginas cubría el gran evento que se llevara a cabo en Saint Greenbounn, un pequeño pueblo a unos 1200 kilómetros de la ciudad capital donde él residía y que no superaba los mil habitantes. En este remoto lugar todos los años se llevaba a cabo una gran fiesta en donde se exponían las razones de su renombre, el cual desconocía límites en toda la región. Cada 28 de febrero se realizaba una feria de artesanías que daba que hablar a todos aquellos que fueran afines al rubro. Los artesanos de Saint Greenbounn tenían una gran fama y en sus obras se podía confirmar perfectamente la justicia de su reconocimiento. La destreza, la técnica y confección que poseían no tenía igual, dedicados casi exclusivamente al trabajo en cuero y hueso, aunque no desmerecían quienes pocos se inclinaran por las rocas y metales, tampoco los que preferían la cerámica o combinar hilos en el telar; material fuera que bajo su maestría se convertían en obras de arte del estilo campestre del que todos allí eran parte. Sus creaciones, mediante el perfeccionismo alcanzado con el paso de generaciones, lograban un detallismo imposible de imitar, convirtiéndose en la impronta de su estilo.

La admiración y el respeto que la gente de los alrededores tenía por sus artesanías les permitió trascender los límites de su territorio, sus laureles se volvieron la mejor publicidad y sus productos se extendieron por todo el país a través de los locales dedicados a la venta de sus obras. Por este interés y a modo de exposición de sus trabajos a los propietarios de estos locales, y para atraer las miradas curiosas, era que se hacía esta feria para la cual el pueblo destinaba gran esfuerzo a fin de cautivar a los compradores. Por tanto, en esta fecha la gente de todas partes, comerciantes y particulares, hacían presencia colmando el pequeño pueblo. Sin embargo, muchas de los concurrentes se presentaban a la fiesta sin interés por su genuina naturaleza, sino por la verdadera atracción que solo los 28 de febrero de cada año se ofrecía. Si bien las piezas de artesanía creadas especialmente para la ocasión brillaban en el evento, estas se veían opacadas drásticamente ante la presencia de un único objeto que era considerado el corazón de la muestra y el centro de atención de todos. Sin embargo, la máxima atracción de la feria era lo único que no estaba a la venta bajo ofrecimiento alguno. Únicamente los 28 de febrero era sacada del gran templo que había en la misma plaza y colocada sobre un pedestal frente a él para ser exhibida al público, sea local o foráneo. El objeto de su presencia era la mera exposición pero ninguna mano era capaz de alcanzarlo. Era el orgullo del pueblo y ni a quienes tuvieran el infinito beneficio monetario les era suficiente para hacerse con él.  

Se llamaba Saintia Selenne. Era una estatuilla de unos cuarenta centímetros de alto y en su tradición representaba a la diosa de la eterna providencia. Tenía la forma de una bella mujer que emergía desde una enorme flor de grandes pétalos que constituía su base. Pálida piel, fino rostro, delineados labios en oro, ojos casi vivos a través de los mechones que cubrían su frente. Llevaba sus brazos abiertos frente a ella, con sus manos en señal de generosidad, ataviada con un largo vestido ceñido a la cintura descendiendo hasta perderse entre los pétalos en pequeños pliegues de bordes plateados. Su cabello rizado de color dorado se ataba contra su nuca y caía hasta su cintura entre un par de bellas alas brillantes cuan perlas nacían de su espalda elevándose por encima de su cabeza.



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En el texto hay: muerte tragedia sangre vida, misterios y secretos

Editado: 22.10.2018

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