La canción que emanaba de la flauta llenaba la estancia. La calma se respiraba y el polvo dorado se paseaba en volutas. Anael se apoyó del marco de la entrada, contemplando a Lucero tocar el instrumento en el salón.
El techo abovedado tenía vitrales que filtraban rayos de diferentes colores, realzando la belleza del ángel que se mantenía concentrado en las tonadas.
— ¿Es nueva? —Anael dio unos pasos adentro. Sus pisadas hacían eco en la piedra. Detrás de ellos se levantaba una pared llena de salmos; lamentaciones y gratitudes.
Lucero se despegó de la boquilla, vislumbrando por primera vez al arcángel menor.
—Sí —dijo sin más.
—Siempre has sido excelso componiendo música. —El color en el cuerpo cristalino de Anael era blanco, reflejando la paz. Vio la pared de escritos, fijándose en los espacios vacíos—. Deberías de agregar una de las canciones en la pared.
Lucero negó con la cabeza.
—En todos mis milenios, sólo he agregado cinco. Cuando son sublimes y perfectas. Pero ya no más.
— ¿Ni uno más? —inquirió ella con las manos adelante entrelazadas.
—Quizás haya un último salmo para mí, pero no seré su autor. —Lucero apenas sonrió—. ¿Qué propósito tienes aquí? Eres responsable de una fuerza en Migdal. Asiel te deja mucha libertad.
Asiel era un arcángel, el que estaba a cargo de Anael, quien le había delegado una pequeña tropa. Los dos eran un equipo equilibrado, donde Asiel siempre destacaba por su osadía, y Anael era una mente guiada por la sabiduría.
—Elohim me ha pedido estar presente en las reuniones con los veinticuatro ancianos —respondió ella—. Y Asiel necesita ser informado de cada detalle. Es riguroso salir de Migdal. Los picos blancos son demasiado altos y el viento se entrelaza en ellos.
—Espero se mantenga allí.
Anael arqueó una ceja.
—No tienes en gracia a Asiel —dijo ella media divertida.
—Es imprudente e impulsivo. —Lucero trató de ser lo más benevolente posible, pero el endurecimiento en su rostro delató la falta de empatía. Tomaba la flauta en su mano, golpeándola contra la palma de la otra.
—Eso me trae a memoria a Miguel.
—Miguel es igual.
— ¡Anael! —Una voz hizo eco desde el pasillo. Tanto Lucero como Anael giraron hacia la entrada, identificando al arcángel de cabellos desordenados, crineja y ojos de jade.
—Estabas en nuestra conversación —dijo Anael con el rostro lleno de luz por la emoción. Saltando en un abrazo hacia Miguel.
— ¿Con cuál objetivo era pronunciado? —Miguel soltó a Anael y se detuvo al ver al querubín—. Saludos, portador de luz.
Lucero asintió con la cabeza como respuesta.
— ¿Cómo has estado? —Miguel se acercó. Anael se mantuvo calmada en distancia.
— ¿Es de tu interés mi estado? —Lucero se ocultó las manos dentro de las mangas de la túnica y con ellas la flauta. Llevaba ropajes cómodos, sin la habitual armadura.
—Casi nunca coincidimos para charlar. Intentaba acercarme a ti.
—No lo hacemos porque es lo menos que deseas.
—Estás... diferente.
El querubín entornó suavemente los ojos. Observó por un instante a Anael, mordiéndose los labios con sus colmillos de vidrio y volvió la vista al arcángel de las marcas en las mejillas, como lágrimas negras.
Entre ambos siempre había existido tensión. Algo que al principio Lucero no comprendía, pero luego compartió, acostumbrándose a la sensación que persistía. Hasta sus espadas eran de naturalezas distintas, ya que Fuego era embravecida y Hermosa, gélida como ninguna.
—Empleas más palabras —continuó Miguel—. Acostumbras ignorarme.
—Siéntete honrado.
—Dejen las conversaciones ociosas —exclamó Anael al acercarse—. Somos consiervos. La armonía existe al aceptar nuestras diferencias para unificarlas. Tenemos el ministerio de la reconciliación.
Miguel volteó hacia Anael, acariciándole el hombro para luego asentir y marcharse por donde vino.
—Discúlpame Anael —dijo Lucero. Anael sonrió, girando para seguir a Miguel.
* * *
Elohim arrastraba la capa blanca por el suelo, el cuello esponjado de la túnica le acariciaba la barbilla y el cabello plateado estaba peinado hacia atrás lo más domado posible.
Abrió las puertas de una pequeña habitación de la tercera planta del palacio, paseándose dentro de ella, guiado por la ventana que dejaba ver la gran lumbrera.
La puerta se cerró a su espalda. Había llegado.
—Eso fue inmediato —dijo Elohim volteándose hacia el hombre.
—Ya había llegado. Esperaba por ti. —Se escuchaba una voz profunda y amable.
—Su corazón respondió de la manera que habíamos predicho —Elohim se encogió, apretando el alfeizar de la ventana.