''...las vidas de cientas de personas se vieron interrumpidas por aquel trágico incidente...''
Tiró con fuerza el mando de la tele y éste se estrelló contra la gran pantalla causando el quiebro de ésta y unos cuantos fuegos artificiales. Ese aparato era lo único que quedaba en pie en esa casa, por fin todo a su alrededor concordaba con sus sentimientos y su vida, todo estaba roto, destrozado. Restregó sus ojos con el dorso de su mano y arrugó la nariz al darse cuenta del fuerte y mal olor que su cuerpo desprendía. Le daba igual. Hacía tres semanas que no salía de casa, que no se duchaba. Tres semanas que no veía ningún ser viviente en directo, sin contar a las hormigas y todos los bichos que se habían amontonado alrededor de los restos de la cena, la que lleva acumulándose tres semanas encima de la encimera. Todo a su alrededor era un caos, uno creado por ella. Ella era la artista de dicha obra, si se podía llamar de tal forma.
-¡¿Qué sabrás tú de vidas interrumpidas?!
Gritó con las pocas fuerzas que le quedaban debido a que lo único que su cuerpo podía ingerir era agua y algún que otro trozo de pan. Sus huesos empezaban a notarse más de lo normal y la ropa que cubría su, ahora feo, cuerpo le quedaba tan grande que parecía de otra persona. Desde aquel diecisiete de enero habían pasado cinco semanas que perdió su ser, su aura, su alma. Lo perdió todo y al final acabó perdiendo alrededor de veinte kilos.
Las primeras dos semanas las sobrellevó aguantando la irritante voz de su tía, Anne. Ella aceptó su custodia y vivió con la mujer un total de catorce días completos. Catorce días, los cuales se pasó más de la mitad de ellos encerrada en aquel cuarto que ella le incitaba a decorar para así sentirse como en su casa. Grace asqueaba que su tía intentase convencerle de que ahora esa casa también era de ella. No. Su casa era esta, con sus cosas, con todas las fotos, los recuerdos y todas las vivencias. El día número quince decidió dejarle una carta donde le explicaba lo mierda que era vivir con ella y volvió a su verdadera casa. Los primeros días Anne estuvo visitando a su sobrina y dejándole algo de comida y dinero delante de la puerta.
''No puedes encerrarte siempre aquí, necesitas avanzar''
Esa frase, la cual le repitió los seis días siguientes, se le grabó en la mente. Necesitaba avanzar, sí, pero ella ya no tenía ni ganas ni fuerzas y mucho menos esperanzas. Esta era su vida ahora, merecía vivir en esa cueva, rodeada de suciedad, de restos de comida y de olor a muerte. O eso pensaba ella. Merecía vivir allí hasta morir y con todas sus fuerzas deseó que ese momento llegara, no soportaba más existir. Y sí, Grace era demasiado cobarde como para suicidarse directamente.
Levantó con mucha dificultad los veintiocho kilos que le formaban y gimió con un hilo de voz que nadie que no estuviese a centímetros de ella podría oír. Tenía la boca seca, el estómago cerrado y sus piernas apenas podían aguantar el resto de su cuerpo. En algún momento agradeció mentalmente que su tía haya desistido, que se haya rendido con ella, aunque también es cierto que una parte de la adolescente aun deseaba que Anne volviese a picar a su puerta, pero era tan pequeña e insignificante esa parte, que el odio y el asco que sentía hacia si misma la tapaba.
Arrastró sus pies hasta la cocina y abrió el grifo. El agua salió disparada y algunas gotas cayeron en su camiseta, la cual antes era blanca y ahora parecía una mezcla de gris y marrón. No entendía por qué no habían cortado el agua corriente, la electricidad o el gas, solamente intuía que su tía no le había abandonado completamente. Y lo sintió por ella, porque Grace sí se había abandonado.
Cogió el vaso de plástico que llevaba días utilizando y lo rellenó. Con su mano temblorosa lo llevo hasta la boca y mojó sus resecos labios antes de engullir el líquido por completo. Su estómago hizo un ruido haciéndole ver que estaba aburrido de digerir agua, él quería algo más consistente, pero cuando ella se lo daba, el estómago lo único que hacía era echarlo. Cerró los ojos y respiró hondo para intentar calmarlo, esto ya era una rutina, una rutina que le comía poco a poco. Demasiado poco a poco. Cuando su estómago cerró la boca, abrió los ojos e intento recogerse el pelo en una coleta, pero no pudo; sus brazos se cansaron nada más levantarlos y su respiración se aceleró como si la chica hubiese corrido una maratón. Agachó la cabeza y observó sus brazos, los huesos se marcaban tanto que ella aun no entendía como es que seguía viva. Sus manos estaban formadas por diez palillos que habían cogido un color muy pálido y eso le llevó a observas sus largas piernas, las cuales antiguamente tenían más volumen. Cerró sus manos alrededor de sus muslos, intentando juntar las puntas de los dedos y gimió al darse cuenta de que los dedos de una mano atrapaban los dedos de la otra, dejando el fémur encerrado entre ellos. Entonces, con algo de miedo, levantó su blusa. Llevaba unos doce días sin hacerlo, no podía, tenía miedo, entonces entendió por qué: su abdomen no estaba abultado ni plano, estaba ausente, las costillas hacían relieve sobre su fina y pálida piel y los huesos de su cadera predominaban a los lados del ombligo. Y como parecía que no tenía suficiente siguió torturándose y levantó la camiseta dejando a la vista sus pechos, los cuales se habían reducido considerablemente. Entonces ahí, delante del fregadero, rodeada de toda la mierda que le estaba comiendo y con el estómago reprochando su falta de atención, sonrió. Sonrió porque sabía que le quedaba menos para irse por siempre.