Las peleas en casa se volvieron constantes; mi hermano cada día era mas rebelde, discutía con mis padres y estos siempre terminaban cacheteándolo. A pesar de ello, mi hermano no se amedrentaba y les reclamaba; muchas veces estaba totalmente de acuerdo con él, pero me quedaba callado.
Siempre fui callado desde pequeño, poco propenso a confiar en las personas, a contarles mis cosas, peor aún mis problemas. Tenía amigos, pero no nos unía lazos tan fuertes como para contarles mis problemas familiares. Mi familia poco a poco empezó a derrumbarse. Cuando cumplí los 12 ya no solo peleaban mis padres con mi hermano, ahora peleaban entre mis padres.
Fue una etapa difícil enterarnos de que mi padre tenía una amante, mi madre lo botó de la casa no sin antes decirle sus verdades y golpearlo con la sartén. Nunca volví a verlo, él solo se limitó a mandar dinero hasta que yo cumplí la mayoría de edad. Un golpe más duro aun fue cuando mi hermano huyó de casa y solo dejó una carta, donde explicaba muy claramente que yo había sido la maldición de mi familia y que se iba porque estaba harto de esta vida y de nosotros. Me dolió, mucho. Lloré, lloré escondido bajo las sabanas. La maldición, la maldición, se repetía en mi cabeza. Yo había sido la maldición.
Lo primero que pensé fue en irme de casa, pero apenas tenía 12 años y aunque tenía ahorros no me durarían toda una vida. Pensé en irme con mis abuelos, pero ellos tampoco podrían mantenerme y yo no quería ser una carga. No, debía soportar aquí, soportar hasta que tuviera la mayoría de edad y entonces decidiría mi destino.
Lo malo de toda esta situación, empecé a comer sin control. Comía a todas horas, sobre todo comida chatarra y si no fuera porque era alto hubiera parecido una bolita de grasa. Mi madre me mandó a ver a mis abuelos durante la temporada de verano, al menos ahí me sentía un poco en paz. El calor familiar que me brindaban mis abuelos, mis tíos, mis primos. Tenía una mejor alimentación. Para ser totalmente sinceros; desde lo sucedido con mi padre y mi hermano, mamá olvido que aún le quedaba un hijo. Me dejaba dinero para comer, me compraba ropa, pagaba mis gastos y ya. No volví a recibir un abrazo ni un beso en mucho tiempo. Volcó su dolor en su trabajo y yo quedé en el aire.
Cuando estaba en tercero de secundaria ya estaba subido de peso, entonces el bullying empezó. No solo de parte de mis compañeros de clase, sino también de mi propia madre. Eso fue lo que dolió más.
—Mírate, ¿acaso no te da vergüenza? Estas gordísimo—me dijo una tarde mientras hacia mi tarea—. Tu vida es tragar, tragar y tragar. No haces otra cosa.
—Mamá…
—Estás un completo chancho. Sabes qué, no me interesa, haz lo que quieras. Pero eso si te digo, como sigas comiendo de esa manera vas a necesitar ropa más grande y ya te irás a buscar al miserable de tu padre para que te envie más dinero. La ropa grande cuesta más.
—Pero no estoy tan gordo.
—Ay hijito, que ciego eres. Estás un chancho, un chancho. Me da vergüenza andar contigo. Y justo que tengo una cena en el condominio. Ni muerta pienso llevarte. No señor. Ponte las pilas y baja de peso, porque así ninguna chica va a darte la hora.
Mi madre no dejaba de recordarme cuan gordo estaba, mis compañeros no dejaban de recordarme lo mismo. Lo que ellos no sabían era que comer era mi manera de afrontar la vida que llevaba, una vida triste, vacía. Una tarde, desnudo frente al espejo tomé la drástica decisión de bajar de peso, a como dé lugar. Así que aquí empezó mi verdadero calvario.