En los confines de los Túneles de Evacuación,
El primer filo de la luz del día, se había empezado a colar sigiloso por las grietas de la roca cuando Kaelthir alzo la mirada y, por fin, dio por zanjado el debate que rugia dentro de su pecho desde la noche anterior. Desde que hubiera discutido con aquellas dos Elfae. Por fin, había dado por sentado mostrar una parte de la verdad a una de ellas, a Eloria.
—Que se preparen las cadenas —ordeno, con una voz más densa que el aire viciado de la caverna.
A su alrededor, los Ulblatanah se movian como sombras disciplinadas: ajustaban brazales de hierro incrustados con fragmentos de Urferic —el mismo cristal que atenazaba la magia de los reclusos— y los ceñian a las muñecas de Ilariel y Eloria. Un chasquido seco marco el cierre del grillete; otro, la aleación cruel que enlaza los tobillos. Ni una sílaba brotaba de las sacerdotisas. Solo los ojos ambar acerado en Ilariel, verdoso turbado en Eloria— parecen decirlo todo: resistencia, temor, orgullo… y algo nuevo, casi imperceptible, parecido a la curiosidad. Eso en la Sacerdotiza de Ishera, la Isharnati'Isharni'Ushvaeri.
Kaelthir las contempla un instante. Piensa en los dos amaneceres que quedan antes de que los Templae Tenebraeh, la.orden de los asesinos del Reino crucen las las montañas como cuervos hambrientos, el mensaje del secuestro de una de las Isharnati'Isharni'Ushvaeri no pasaria por alto. A estas horas la alta sacerdotisa y Madre superiora, Antherys, ya habría enviado un Edicto a la Corona y este, a su vez ya habría enviado una orden de Absolutisium al Cónclave de los Templae Tenebraeh y sobre todo a Kaelvaris.
Sonrió, ¿como debería estar aquel maldito desgraciado? La última vez que lo había visto, había sido hacia 1000 años, en una batalla en las agrestes llanuras de Arborlon, cuando Kaelthir y sus fuerzas habian derribado un monolito, tras aquella afrenta la malicia de Arduin y la fuerza de la Orden se habían hecho presentes y se había orquestado una batalla y gran magnitud. Sonrió con el recuerdo.... recordo que tras haberle dejado una buena cicatriz en el pecho, este último, Kaelvaris había jurado darle caza, y ahora tenia la oportunidad, asíntio. Ahora, después de 1000 años, el mismísimo Kaelvaris querria saldar cuentas con él, y a ser posible, traerlo con vida. Sabe que cada hora restada a ese reloj de muerte es una piedra añadida a su propia losa. Y, sin embargo, decide.
—Vamos —dicta, girándose hacia la galería principal.
Las antorchas despiertan un desfile de chispas rojizas sobre las paredes. El retumbar acompasado de botas, cadenas y aceros invade los túneles. Con cada escalón ascendente, la presión arcana que ahogaba los pechos se diluye, y un aire más frío, casi limpio, acaricia la piel de las prisioneras.
Ilariel nota el cambio, el cosquilleo mínimo que antecede a todo salto flamígero, pero las esquirlas incrustadas con el cristal de Urferic le abrasan las muñecas como un recordatorio brutal: hoy la sombra no bailaria.
Eloria, por su parte, siente vibrar la Piedra de Odar escondida bajo su fajín, esta última, la piedra de Odar, parece ignorar toda antimagia del cristal de Urferic. Late al unísono con su corazón, el vínculo mágico que antecede a todo y con las dudas que la desgarran desde que descubrió las grietas de su fe. Al principio no pensó tener aquellas grietas, pero a medida que pasaba el tiempo y descubría cosas, empezaba a cuestionarse. Se preguntó tal vez, si aquellas mismas cuestiones la tendría Arelia. Nego con la cabeza, no lo sabía.
Atrás, se dejaba ver una penumbra sofocante; delante, el resplandor de la salida. Cuando la columna alcanzo la boca de la caverna, un remolino de aire montañoso irrumpió entre los captores. El sol, aún bajo, incendia de bronce las armaduras negras de los Ulblatanah y revela la tensión que anida bajo los párpados de Kaelthir: la certeza de que la partida está a punto de acelerarse.
Sin aflojar la cadena que une a las dos elfas, uno de los rebeldes alza su espada a modo de estandarte y, como un general que conduce a sus legiones hacia un campo inexplorado, inicia la marcha ladera arriba hacia el claro donde aguarda un nuevo descubrimiento.
Y a cada paso —sobre aquella tierra húmeda, sobre la raíz partida, sobre el helecho que cruje,— es una cuenta menos en el rosario de horas que separa a todos ellos de la llegada implacable de los Templae assasinae.
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En los Túneles de Ascenso, Sector Espina Norte, 2 horas después,
La comitiva seguía avanzando, como un gusano de antorchas encadenadas que trepa, jadeante, por el vientre negro de la montaña. La luz vacilante se desliza por las vetas de cuarzo y hace que cada recodo parezca un dragón pétreo que bosteza. El murmullo del aire exterior—ese soplo helado que anuncia la vida encima—se filtra ya por las grietas, y con él llega un alivio cruel: cuanto más se atenúa la presión mágica de los ultimos recovecos de la caverna con más nitidez se siente el peso infame de las cadenas.
Ilariel, la Sacerdotiza Guerrera de Urishadar, marcha lentamente como la primera de las cautivas, muñecas y tobillos rodeados por argollas donde relucen astillas carmesí de cristal opresor. Ha memorizado cada respiradero, cada hendidura y cada saliente que podría servir para un salto flamígero. Allí, una hornacina rotunda—si girara el cuerpo dos palmos y lanzara su daga, el desplazamiento la catapultaría detrás de la columna; más adelante, un trenzado de raíces sueltas—un segundo anclaje posible—; y, por fin, la gran brecha de ventilación que exhala bruma fresca. Pero la resonancia punzante de las incrustaciones la muerde bajo la piel: un descuido, y ese mismo cristal romperria la trayectoria y la mataría por dentro. Así que aprieta los dientes, cuenta los pasos, calcula tiempos. No habrá escape hoy—se concede—pero todo túnel, tarde o temprano, conduce a una grieta.
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Editado: 06.07.2025