—Pues yo creo que es muy guapo. Aunque demasiado callado para mi gusto pero con esos brazos que tiene no necesita hablar tanto. — Idonia suspiró.
—¡Jovencita! — La reprendió Margaret—. Esa no es forma de hablar para una señorita.
Las demás rieron por el comentario tan honesto.
Luego de la faena. Algunas de las chicas se mojaban en el agua cuando unos pasos se escucharon.
Amely permanecía sentada junto a Margaret en la orilla mojando únicamente sus pies y parte de sus pantorrillas con las faldas recogidas.
—Perdón señoritas — escucharon una voz masculina detrás de ellas.
Aún se encontraba lejos pero lograron divisar a Valmond caminando sobre sus pasos en dirección contraria.
Recogieron todo y comenzaron a caminar de vuelta al pueblo.
El sonido de los cascos de unos caballos y el crujir de las ramas las hizo detenerse.
Valmond venía hacia ellas en su carreta.
—Voy al pueblo. ¿Me es permitido llevarlas? — Preguntó dirigiéndose a Margaret.
—Por supuesto muchacho.
Todas subieron a la carreta y él les ayudó con sus pesadas cargas. Pero cuando llegó el turno de Amely para subir, Margaret le insistió que se sentará junto a él al frente.
—Ya no hay espacio querida. Estoy segura que a ti no te importa ¿Cierto Valmond?
—Al contrario. Es un gusto. — Le sonrió a Amely quien repentinamente se había sonrojado por la cálida sonrisa de aquel hombre y las miradas molestas de sus amigas.
—Si no te molesta me gustaría ir a dejarlas a ellas primero.
—No tengo problema. Descuida.
Todas se despidieron de Valmond y Amely con cierto rencor hacia ella por quedarse en relativa soledad con aquel hombre.
Valmond bajó de la carreta y entro en el negocio de Leonard. A los pocos minutos volvió con un paquete que rápidamente colocó en la parte de atrás.
—Muchas gracias por traernos. Hans dijo que iría por nosotras pero seguro estuvo ocupado con su padre en la herrería.
Él se limitó a sonreír.
—La fiesta será pronto verdad.
—Sí. Mi padre, Margaret y María harán algo para comer. Deberías venir.
—¿Será en vuestra casa?
En realidad Valmond no necesitaba aquella información. Ya había sido esparcida por los 37 habitantes de aquel pueblo. Simplemente quería escuchar su voz.
—No. Será en la plaza y después de la segunda comida. No lo veo necesario la verdad, pudo ser al atardecer pero el Padre Santiago ha insistido. Supongo que es por qué se acerca la luna llena. Me... Me haría ilusión verte ahí — dijo sonriendo con cariño.
—Entonces ten por seguro que vendré.
Pero Amely se quedó sin habla ante la mirada dulce de aquel hombre. Titubeó antes de bajar de la carreta pero por fin lo hizo.
Adelbert se sentía mejor. El dolor en sus manos había disminuido considerablemente. Se encontraba sacando el pan del fuego mientras su hija tendía la ropa.
—Amely. ¿Puedes venir cuando hayas terminado?
—Claro papá.
Adelbert seguía dando vueltas y vueltas a lo que el padre Santiago le había dicho respecto al joven Valmond, mientras despachaba a sus clientes.
Sabía que estaba condenando a su hija al consentir aquel matrimonio y al mismo tiempo reconocía que no había mejores manos para protegerla.
Sin embargo, si él faltaba a su promesa como ya lo había hecho anteriormente su padre. No descansaría hasta meterlo en el fondo del infierno.
Y con ello no estaría faltando a su palabra. De hecho, ya la había cumplido y perdería su validez en el momento en que se le diera el motivo para ello.
—¿Si papá?
—Ven aquí hija.
Se dirigieron hacia el pequeño espacio bajo las escaleras. Levantó una tabla y sacó una bolsita de cuero muy gastada.
—Toma. No es mucho pero a la edad que tienes ya no estoy seguro si debo comprarte una muñeca de trapo en la villa o si el vestido te quedará muy pequeño.
Ambos sonrieron por los dulces comentarios de aquel orgulloso padre.
—Papá. No es necesario. Tú ya me das demasiado. No es justo.
—Anda niña. No me hagas repetir.
—Vale. Gracias. — Un beso en la mejía acompaño sus palabras.
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Editado: 15.07.2018