El sonido del metal chocando contra metal resonó por encima del rugido de la batalla. Clarissa y Eryndor se encontraban en el corazón de la ciudad en ruinas, rodeados de escombros humeantes y cuerpos esparcidos. Sus espadas se entrelazan como si fueran extensiones de su propio odio y orgullo, cada golpe una declaración, cada parada una negación.
Clarissa atacaba con una furia implacable, su espada danzando con la precisión de alguien que había vivido solo para este momento. Sus movimientos eran rápidos, afilados, como un relámpago oscuro que buscaba una rendija en la defensa de Eryndor.
—¿Esto es todo lo que tienes?— escupió, empujándolo hacia atrás con una estocada que casi rozó su mejilla.— ¿El gran príncipe enviado para negociar... o para morir?
Eryndor respiraba con dificultad, pero sus ojos no mostraban miedo. Había peleado antes, pero nunca contra alguien cuya rabia parecía darle más fuerza de la que cualquier humano pudiera soportar.
—No vine a morir, pero tampoco a matarte. —Su voz era firme, aunque su brazo temblaba por el impacto del último golpe.—Clarissa, esto no tiene que terminar así.
Clarissa rió, una carcajada amarga que resonó como un eco de su propio dolor.
—¿Así? — dio un giro rápido, su espada trazando un arco plateado que el príncipe apenas logró bloquear. — ¡Mis padres murieron rogando por sus vidas! ¡No hubo tregua para ellos!
Con un grito de furia, lo embistió con fuerza, haciéndolo retroceder varios pasos hasta chocar contra un muro derruido. Clarissa alzó su espada para asestar el golpe final, pero Eryndor rodó hacia un lado, evitando la hoja que se incrustó en la piedra con un chasquido sordo.
Aprovechó la apertura para contraatacar, su espada rozando el brazo de Clarissa, dejando un corte superficial. Ella apenas reaccionó al dolor, girando con la furia renovada en sus ojos.
—¡Eres igual que él! —gritó, lanzándose de nuevo al ataque.— Igual de arrogante, igual de ciego.
Eryndor bloqueó el golpe, sus espadas trabadas en un forcejeo donde sus rostros quedaron peligrosamente cerca.
Podía ver el brillo de lágrimas contenidas en los ojos de Clarissa, una mezcla de rabia y un dolor que ningún ejército podría conquistar.
El fragor de la batalla alcanzó su clímax. Las criaturas mágicas, irrumpieron en el Castillo de Holmer, derribando las últimas defensas humanas. Los grifos rasgaban el cielo con chillidos agudos, las raíces de los árboles vivientes desgarraban los cimientos del castillo, y los unicornios de piedra atravesaban las murallas con la fuerza de una avalancha.
Los soldados humanos caían uno tras otro, superados por el poder inhumano que se desataba sobre ellos. El aire estaba cargado de humo, polvo y el penetrante olor del metal y la sangre.
Mientras tanto, el duelo entre Clarissa y Eryndor continuaba en un rincón apartado, ajeno al caos, como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos. Eryndor, herido y agotado, apenas lograba mantenerse en pie, su espada temblando en su agarre ensangrentado.
—No soy mi padre... —jadeó, con la voz rasgada por el esfuerzo y la desesperación.
Pero Clarissa ya no escuchaba. Su rostro endurecido por el dolor y la venganza no dejaba espacio para la compasión. Con un grito de furia, lo desarmó de un tajo certero, su espada volando por el aire hasta clavarse en el suelo a varios metros de distancia.
El príncipe cayó de rodillas, vulnerable, pero sin apartar la vista de la reina.
—Hazlo. Termina lo que empezaste.—Sus palabras no fueron un ruego, sino un desafío.
Clarissa levantó su espada, la hoja reflejando el resplandor anaranjado de las llamas que consumían el castillo. Por un instante, su mirada titubeó. No vio al príncipe enemigo frente a ella, sino a un hombre desarmado, uno que había intentado detener la guerra, no avivarla.
Pero el rugido de la batalla la envolvió de nuevo, y su corazón endurecido se negó a ceder.
—¡Arresten al príncipe! —ordenó, apartando la hoja y girando sobre sus talones.
Dos criaturas, un ogro de piel grisácea y un elfo oscuro, se abalanzaron sobre Eryndor, sujetándolo con fuerza mientras lo encadenaban con grilletes forjados con magia antigua. Eryndorno se resistió. Solo mantuvo la mirada fija en Clarissa, su expresión era una mezcla de decepción y desafío.
—Esto no te traerá paz. —murmuró mientras lo arrastraban.
Clarissa no respondió. Su corazón latía con fuerza, pero no por la victoria, sino por un vacío que la venganza no había logrado llenar.
Mientras tanto, en la sala del trono, el Rey Holmer observaba con terror cómo sus últimas defensas caían. Su armadura estaba mal ajustada, vestida a toda prisa, y su corona brillaba más que su coraje.
Las puertas del salón se derrumbaron con un estruendo ensordecedor. Clarissa entró, escoltada por una horda de criaturas mágicas que llenaron el espacio con su presencia imponente.
Holmer dio un paso atrás, su espada temblando en su mano.
—¿Quién eres para desafiar al rey de los hombres? —escupió con arrogancia vacía.
Clarissa caminó hacia él con calma mortal, cada paso resonando en el eco del salón vacío. Se detuvo a unos metros de distancia, sus ojos brillando con una ira contenida durante años.
—Soy la hija de aquellos a quienes asesinaste. La heredera del bosque que trataste de destruir. Soy Clarissa, la reina de todo lo que temes.
Holmer intentó levantar su espada, pero Clarissa fue más rápida. En un parpadeo, su hoja atravesó el pecho del Rey, deteniéndose justo donde latía su corazón cobarde.
Holmer cayó de rodillas, su corona rodando por el suelo, manchada de sangre.
Clarissa se inclinó, acercándose a su oído mientras él exhalaba su último aliento.
—Mi venganza está completa.
Pero mientras se alejaba del cadáver del rey, el eco de las palabras de Eryndor resonó en su mente: "Esto no te traerá paz.
La corona de Holmer yacía a sus pies.
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Editado: 28.04.2025