El regreso al reino no fue como lo habían imaginado. La criatura de las Montañas de Ceniza había dejado cicatrices, no solo en la tierra, sino también en sus corazones. Clarissa y Eryndor regresaron al castillo acompañados de un silencio denso, uno que ya no estaba cargado de hostilidad, sino de algo más complicado: un vínculo que había crecido en medio de la batalla, forjado en la fragilidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte.
Las semanas pasaron y, aunque el reino prosperaba lentamente, la paz no significaba calma. Clarissa sentía un torbellino dentro de ella, una confusión que nunca había enfrentado en sus años de reina, guerrera y vengadora. Eryndor, por su parte, la observaba con una mezcla de admiración y algo que rozaba el anhelo.
Una noche, la luna brillaba con fuerza, reflejándose en las ventanas de sus aposentos. Clarissa se encontraba sola, de pie frente a un espejo antiguo, uno que había pertenecido a su madre. Se miraba con una expresión que rara vez permitía que otros vieran: vulnerabilidad.
El hechizo que llevaba tanto tiempo usando comenzaba a sentirse como una prisión. Lo había hecho para parecer más humana, para ocultar la parte de sí misma que la hacía diferente, tal vez para protegerse… o para proteger a otros de su verdadera naturaleza. Pero ahora, frente a ese espejo, sintió el peso de su propia mentira.
Sin pensarlo demasiado, murmuró un antiguo encantamiento. Una luz suave recorrió su piel, desvaneciendo el velo que la había cubierto durante tanto tiempo.
Sus orejas se afinaron, alargándose en elegantes puntas que asomaban entre su cabello oscuro. Su nariz se definió con un perfil más agudo y armonioso, y sus ojos… sus ojos se transformaron en dos joyas rasgadas, de un tono ámbar profundo con destellos dorados que parecían contener galaxias enteras. Una pequeña cicatriz en forma de hoja cerca de su clavícula apareció, dando a entender su origen ancestral y las runas antiguas en sus brazos fueron totalmente visibles.
Por un instante, se sintió libre… y terriblemente expuesta.
—¿Por qué ocultarlo?
La voz detrás de ella la hizo girar bruscamente. Eryndor estaba allí, apoyado en el umbral de la puerta, con la mirada fija en ella. No había esperado verlo. No había querido que la viera así.
Clarissa frunció el ceño, recuperando su postura orgullosa.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —su voz sonó más dura de lo que pretendía.
Eryndor dio un paso adelante, sin apartar la vista de su rostro.
—El suficiente.
Ella apartó la mirada, cruzándose de brazos, como si eso pudiera protegerla de la intensidad de su propia vulnerabilidad.
—No tiene importancia. Solo es… un hechizo menor. — él se acercó lentamente, su expresión libre de juicio o sorpresa. Al contrario, sus ojos brillaban con algo que la desconcertó: fascinación.
—Clarissa, eres hermosa.
Ella rió con amargura.
—¿Hermosa? No necesito tus halagos, príncipe. No busco tu aprobación.
Eryndor se detuvo frente a ella, tan cerca que podía ver el reflejo de su propio rostro en esos ojos dorados.
—No es un halago. Es la verdad. —Su voz bajó de tono, cargada de una sinceridad que la desarmó más que cualquier espada.
Clarissa sintió cómo su corazón aceleraba. La tentación de desviar la mirada estaba allí, pero se obligó a sostenerla. No había huido de guerras, no huiría de esto.
—¿No te asusta? —susurró finalmente, su voz quebrándose apenas.
Eryndor sonrió, una de esas sonrisas que comenzaban en sus labios pero terminaban iluminando sus ojos.
—Clarissa, has comandado ejércitos de criaturas que podrían destrozarme con un parpadeo. Has sobrevivido a batallas, a traiciones, a la pérdida más devastadora. ¿Y crees que lo que me asustaría son unas orejas puntiagudas?
Ella no pudo evitar soltar una risa inesperada, una risa real, libre. Él aprovechó ese instante para dar el último paso que los separaba. Su mano se alzó con cautela, dándole tiempo para apartarse si así lo deseaba. Pero Clarissa no se movió.
Sus dedos rozaron suavemente el contorno de su oreja, luego siguieron el trazo de su mejilla, y finalmente descansaron sobre su mandíbula.
—No eres menos por lo que ocultabas. Eres más. —susurró.
El silencio entre ellos fue más elocuente que mil palabras. Había una electricidad que ni la magia podía explicar, una tensión que existía desde el primer día, pero que ahora se sentía innegable.
Clarissa entrecerró los ojos, sus labios rozando los de él sin llegar a besarlo. Su aliento era una promesa no pronunciada.
—Sigues siendo un idiota. —murmuró, pero su voz temblaba, traicionándola. Eryndor sonrió.
—Sí, pero soy tu idiota.
Y esta vez, fue ella quien lo besó.
No fue un beso suave ni tímido. Fue un beso lleno de todo lo que habían reprimido: ira, pasión, dolor y… amor. Un amor que creció entre la desconfianza, la rivalidad y la guerra, pero que ahora florecía en la aceptación de lo que realmente eran.
Sin máscaras. Sin hechizos.
Clarissa fue la primera en apartarse, sus labios hinchados por la intensidad, su respiración acelerada, sus ojos dorados brillando como si contuvieran llamas. No dijo nada. Solo lo miró, y eso bastó para que Eryndor entendiera.
Sin una sola palabra, él acortó la distancia entre ellos otra vez, tomándola por la cintura, sus manos fuertes pero temblorosas de emoción contenida. Ella no era frágil, y él no tenía miedo de tocarla como si lo fuera. Era fuego, y él estaba dispuesto a arder con ella.
Clarissa lo empujó suavemente hacia el borde de un diván cubierto de pieles suaves, sin perder el contacto visual, como si desafiarlo a retroceder fuera parte del juego. Eryndor, con una sonrisa ladeada, aceptó el reto y se dejó caer, tirando de ella para que quedara sobre él.
—¿Siempre eres así de mandona?
murmuró contra sus labios, su voz grave, rozando lo ronco.
Ella arqueó una ceja con arrogancia, pero sus dedos ya estaban deslizándose por el borde de su camisa, tirando del tejido hacia arriba.
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Editado: 02.05.2025