Esta mañana, por fortuna, puedo leer en la biblioteca tranquilo, sin los gritos agonizantes de fondo de algún desventurado que se haya topado con un ente. Sin embargo, de vez en cuando me distrae el pasar de los vecinos por la ventana, hasta que al asomarme descubro a una niña jugando con un ciervo de ojos grises. Están cerca de la torre de vigilancia, en el límite del pueblo, no muy lejos de aquí. No entiendo dónde están los guardias cuando se les necesita; la torre está vacía. Y, todavía peor, los padres de la niña son unos irresponsables dejándola sola. De igual modo debo actuar antes de que sea tarde.
Salgo de la biblioteca con el libro en mano como única arma de la que dispongo y me apresuro a salvar a la niña. El ciervo comienza a derramar lágrimas negras, un líquido parecido a la tinta, que se eleva sobre la pequeña y termina de abandonar su cuerpo físico como una forma de ciervo oscuro y traslúcido, con algunos destellos de luz atrapados en su masa líquida. Me apuro en apartar a la niña del ente y este abre de par en par su único ojo grisáceo, como si mi atrevimiento le hubiera desafiado.
Desarrolla varios brazos humanoides que usa para atrapar mis piernas y derribarme, pero le golpeo con el libro en el ojo y logro liberarme mientras trata de recuperar la visión frotándose el ojo.
Tomo la mano de la niña y me alejo corriendo con ella entre las pálidas casas, mientras nos persigue con una voracidad incansable. Los vecinos se apartan despavoridos, sin embargo, sigue sin haber rastro de los guardias; han debido ir a dar noticia a quien yo conozco.
En el camino me encuentro con los padres de la niña, que parecen estar buscándola, y la pequeña se lanza en brazos de su madre. Para proteger a la familia del ente que nos persigue, me interpongo entre ellos y decido lanzarle el libro de nuevo al ojo, logrando desorientarlo.
Y de pronto escucho el famoso «Deus ex machina» a mi espalda. Como lo suponía, los guardias ya lo han avisado: Henry, mi hermano mayor con sus casi dos metros de altura, cabello de un rubio resplandeciente y músculos esculpidos que yo ni siquiera podría soñar. El "elegido", el que nos salvará a todos con solo decir las palabras mágicas «Deus ex machina», con las que el broche de su camisa brilla y aparece una piedra del cielo que, casualmente, aplasta la cabeza del ente. Así yo también podría salvar el mundo con facilidad y cualquiera de hecho.
El cuerpo astral del ente se convierte en un borrón de tinta en el suelo, y su forma física de ciervo se transforma en una estatua de arcilla roja.
Es tan frustrante, él tiene un broche que le soluciona la vida con solo pedirlo; es el sueño de cualquiera. Mientras que yo solo tengo los libros, también quiero un objeto así de poderoso. Salvaría el reino y me llovería el respeto.
Pero no puedo tener uno, porque la magia está prohibida en todo el reino por consejo de los sabios: dos ancianos con ínfulas de saber todo sobre los entes. Aseguran que es peligrosa, pero no dudaron en obsequiar el broche a mi hermano mayor cuando lo escogieron. Como él es el elegido, puede usar la magia cuanto quiera. Me parece injusto para el resto y para mí.
Henry me saluda desordenándome los rizos negros con la mano, pero no estoy de ánimo y ya no soy un niño pequeño.
Los vecinos rodean a Henry para felicitarlo por una más de sus victorias. Todos aclaman su nombre. Mientras que yo, quien ha rescatado a la niña a tiempo, me empujan dejándome atrás del tumulto de arrastrados.
Me alejo, tomo el libro del suelo con dos dedos, asqueado porque gotea tinta negra del monstruo por sus páginas. Lo sacudo para limpiarlo y escondo mi cara detrás de él mientras empiezo a leer. Es la mejor manera de evitar las miradas indiscretas de los vecinos.
Sin embargo, mientras me alejo escucho los murmullos sobre mí: «¿Qué le pasa a ese chico? Siempre con la cara metida en un libro, como si el mundo real no existiera». «Es un estorbo para su familia, no sé por qué todavía no se ha ido lejos». «No tiene las agallas de su hermano». «Henry es un héroe encantador y él un fracasado, no entiendo cómo pueden ser de la misma familia».
Releo el mismo párrafo una y otra vez con la intención de evitar escucharlos, pero sus voces resuenan en mi cabeza como un eco. Acelero el paso para evadirlos.
Las fachadas descoloridas y agrietadas de las casas parecen estrecharse a mi alrededor, y las flores que decoran las ventanas aparentan girarse a mi paso, como si me juzgaran. Sin embargo, sé que es solo una sensación y que nada es real. Continúo bajo el juego de luces y sombras de los haces de luz que se cuelan entre las hojas de los árboles que bordean las calles, hasta llegar a la plaza donde me siento en un banco sin apartar la mirada de mi libro.
Escucho cómo los niños pasan jugando a trucos de magia mientras se ríen. El chico quiere hacer desaparecer un balón, pero la niña le incordia con que no sabe.
De pronto, el balón impacta con fuerza contra mi libro y se me cae a los pies. Miro a los niños con una mirada fulminante. Ni ellos me respetan en este pueblo.
—Lo siento —dice el niño avergonzado—. Quería hacer desaparecer la pelota lejos. Fue un accidente.
—Te dije que no sabes —responde la niña—. Lanzarla no cuenta como hacerla desaparecer.
—Pero a que ya no la tengo en las manos.
Recojo el libro y dejo que los niños discutan sobre la magia. Yo los ignoro y me alejo en busca de tranquilidad. Quiero silencio y paz para leer, no requiero más.
Me escondo detrás de la taberna, en el callejón donde dejan los barriles vacíos apilados. Huele a madera vieja y vino, pero no me importa, al menos no hay nadie cerca. Me siento encima de un barril y me concentro en las letras. Por fin hay silencio. Aquí nadie me puede molestar.
Y de repente aparece una sombra rauda que se esconde detrás de la pila de barriles a mi derecha. Cierro el libro de golpe, cansado de que hasta el universo me odie.
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Editado: 11.12.2024