Mayerling, Baja Austria
Abraham Gernot abrió lentamente los ojos tratando de acostumbrarse al nuevo espacio en el que se encontraba.
Ya no sentía los brazos, ni mucho menos un apoyo en el cual posar sus pies. Tardó unos momentos en darse cuenta que estaba encadenado a una altura de veinte centímetros.
Confundido, gritó.
—¿Profesor? —la voz tan conocida de su aprendiz le reconfortó.
Jesper estaba tan cerca de él, pero tan distante. Su voz retumbaba en las paredes húmedas de aquel lugar en el que ya comenzaba a sentirse prisionero.
No entendía lo que estaba pasando. Apenas estaba asimilando la transformación de su adorada hija cuando el monstruo lo atacó.
No estaba en condiciones de pelear, además, con cada día que pasaba, las fuerzas iban sucumbiendo a la edad. Ya no era el mismo hombre que antaño, le costaba reconocerse en el espejo.
—¿Quién está ahí? —una voz femenina se escuchó a lo lejos.
Gernot se confundió aún más. No estaba tan solo como creía.
—¿Q-quién está ahí? —volvió a hablar la mujer.
Pero no hubo respuesta alguna. Abraham estaba en shock, agotado y adolorido por su situación que no tenía otra cosa en qué pensar más en cómo escapar de ahí.
Las extremidades le temblaban, su peso y las sagradas leyes de la gravedad no ayudaban en nada al pobre hombre que comenzaba a sentir cómo su cuerpo dejaba de responder para abrir paso a una punzada que subía de sus axilas a la punta de sus largos dedos.
Un nudo se comenzó a formar en su garganta mientras el temblor en su cuerpo aumentaba cada vez más.
Él odiaba sentirse así.
Él odiaba darse cuenta de su debilidad.
Él odiaba tener miedo.
Tenía miedo, sí, y eso porque conocía a la perfección su profesión de héroe anónimo. Nunca antes había tenido que enfrentar un miedo tan fantástico e irregular en sus años de carrera, mucho menos había visto semejante bestia como lo era la criatura que los atacó.
—¡Profesor! —se escuchó el grito de Jesper otra vez.
El profesor Gernot trató de gritar, pero su voz se ahogó en su garganta.
De pronto, una risa tan tétrica estremeció al hombre encadenado contra la pared. La piel se le erizó al ver la puerta del calabozo abrirse y permitiendo la entrada a una figura blanca y alta.
—¡Abraham Gernot! —pronunció el nombre con asco.
Gernot apenas podía ver, solo sombras acercarse y la fría presencia de lo que ya sabía era un vampiro, mas no el mismo que lo sorprendió en el departamento y de eso estaba seguro.
—¿Sabes lo fácil que fue atraparlos? —El vampiro dijo con desilusión—, pensaba que darían más pelea, que por lo menos tratarían... —resopló—, ¿cómo fue posible que ustedes pudieran vencerme a mí?
Abraham Gernot reconoció la voz enseguida.
—Conde Orlock —al fin pudo articular las palabras.
—¿Sabes por qué están ustedes tres aquí?
—¿Los... t-tres? —palideció tragando saliva.
—No, tú hija está a salvo... por ahora —Orlock rio.
El sonido de su risa que se volvía carcajada retumbó en todo el lugar.
Abraham temió no solo por su vida, sino por su hija, que, hace tan poco tiempo que la recuperó y ahora planeaban quitársela para ya nunca más verla.
¡Por supuesto que Abraham no lo permitiría!
¿Pero cómo iba a hacer algo si estaba encadenado? Era el prisionero de un verdadero monstruo, y, si de algo comenzaba a tomar en cuenta, era que podría no salir con vida de ahí.
× × ×
Jesper gritó en la oscuridad, llamó a su amigo y tutor, pero no respondió. Ni la primera, ni la segunda vez.
Lo último que el joven recordaba, era el ataque de Sarah. No había más en su mente.
Despertó encadenado contra la pared, sujeto de las muñecas a una altura considerable, no más de medio metro pero que le dejaba incapaz de sostenerse en una superficie plana. Su peso comenzaba a cobrarle caro. Estaba agotado, tenía mucha sed y el sentimiento de culpa le carcomía sus pensamientos; sentía el corazón palpitar a mil por hora y eso, solamente por recordar la manera en la que su adorada esposa había descubierto la verdad.
Perdido entre sus pensamientos, escuchó una macabra carcajada que le heló la piel. Tragó saliva y esperó.
Esperó a que algo sucediera. Por lo menos que su mentor le hablara, pero no. No había nadie más con él y se preguntaba, ¿cómo es que había llegado a parar ahí? ¿en dónde se encontraba?
× × ×
La bella René despertó cual princesa de un sueño. Su piel estaba más que pálida, parecía un cadáver andando. Un sudor frío recorrió su sien y con ello, el recuerdo de una muerte espantosa para ella.
Histérica, gritó. Gritó con tanta fuerza que se lastimó su garganta.
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Editado: 27.06.2022