Sangre sucia.

13

              Victoria tiene expresión como quién está a punto de disparar un arma contra su peor enemigo.

—Por favor, Victoria —pidió Leonardo, intentando calmarla—. Ten un poco de tranquilidad. Todo estará bien.

              Victoria seguía con sus ojos azules llenos de odio hacia sí misma, chispeantes de asco y renuencia.

—Tranquilidad —repitió ella con la mandíbula tensa—, tranquilidad es lo menos que he tenido desde que ese maldito acabó con mi futuro.

—Pero ya está muerto —le recordó su hermano en el interior de la ténue habitación de ella—. Yo me encargué de asesinarlo —dijo en un intento por hacer que su hermana sintiera algún consuelo—. Sé que no fue la mejor manera de hacerlo, debí haber hecho que sufriera más. Pero ese maldito sacerdote ya no está. Murió —insistió—. Y tú estás viva.

—¿Por qué a mi? —preguntó ella con los ojos cristalizados— ¿por qué yo?, ¿por qué me hizo daño?, ¡¿Por qué me violó!?

              Leonardo no era muy experto en consolar, sin embargo tuvo que hacer su mayor esfuerzo. Mohamed también estaba preocupado, pero en vez de eso, prefería seguir dando órdenes de asesinar a cuanto creyente del cristianismo se cruzara en su camino. Aquello le había golpeado el orgullo, pero el mal que a raíz de eso sufría su hija le lastimaba más, aunque supiera perfectamente cómo ocultarlo. Mientras tanto el jefe del gran escuadrón que suponía ser una legión completa buscaba la solución inexistente para el problema que enfrentaba Victoria.

—Verás, Victoria —habló Leonardo, mirando a otra parte que no fueran los ojos de su hermana—. A veces las cosas le suceden a los que no lo merecen. La gente se engaña, a diario. Las personas suelen interpretar una sotana como sinónimo de santidad. E interpretar un arma de fuego como sinónimo de violencia e injusticia —explicó—. Lo que sucedió no fue tu culpa, tampoco es tu fin, pues, estamos haciendo todo lo posible por solucionar eso. Los hombres solemos ser como animales, nos guía un instinto sexual tan peligroso como el fuego junto al combustible, y tú eres hermosa —le recordó, al escuchar eso la rubia de lacio cabello derramó una lágrima—. Supongo que todos debemos pagar cuentas algún día. Y el sacerdote Jean Carlos Duicci pagó la suya. Ese hipócrita debe tener un lugar reservado en el infierno que su dios le construyó a los malos. Victoria secó sus lágrimas con furia.

—Estoy acabada —respondió con resentimiento—. Soy sinónimo de impureza. Doy asco.

—No es cierto, Victoria —insistió el castaño de cabello rizado—. Eres mucho más que una hermosa mujer. Eres mi hermana. No estás ni estarás sola. No dejaremos que lo peor suceda —pausó, tragando saliva en aquella gran habitación de la mansión en medio del profundo bosque aledaño al pueblo—. Es una lástima que tu adolescencia fuera estropeada; pero no por eso debes estropear un futuro que... —dudó antes de decirlo— posiblemente tenga solución.

—¡No tiene solución! – estalló la esbelta mujer de aspecto cansado reflejado en su rostro, arrojando contra la mesa el vaso de cristal que sostenía con agua en su mano. Éste se hizo fragmentos—. Esto no tiene solución —dijo con tono más tranquilo aunque con la misma impotencia corriendo como ácido por sus venas—. Mi mal es el fin para cualquier persona —dijo la realidad, golpeando con la palma de su mano una y otra vez los trozos de vidrio con violencia, como si no sintiera mayor dolor que aquello por lo cuál sufría a diario— quiero acabar de una vez con todo. Muchas veces he pensado en no seguir luchando —la sangre salía a borbotones de su mano herida, manchando la mesa blanca hasta derramarse por los bordes de la misma.

              Los ojos de Victoria miraban a su hermano como en busca de una palabra clave. Pero él no hizo otra cosa que reaccionar al instante dando un paso atrás al ver que la sangre caía al suelo chispeando muy cerca de sus pies. Podría ser letal dejarse tocar por aquel líquido. Victoria sin querer le ayudó a constatar y confirmar lo que ella misma le había dicho. Era un completo peligro estar cerca de alguien con la sangre sucia.

* * *

              Renacer quitó su última prenda frente al espejo. Sintiendo asco de su propio cuerpo. Las personas le admiraban por ser buena bailarina, pero no por ser un gran atractivo como mujer y aquello le hacía sertirse incómoda e inconforme consigo misma.

—¿Para qué otra cosa puede ser útil éste cuerpo aparte de bailar? —habló consigo misma. Observando su desnudez con seriedad—. Con éste estado físico nadie se va a fijar en ti —aseguró imaginando cambios en su aspecto.

              Se cubrió después con una toalla de baño, recordando que sus padres le hubieran dicho todo lo contrario acerca de su opinión sobre sí misma. Sacudió la cabeza, renunciando a prestarle más atención a tonterías mientras tanto. Se metió en la bañera del cuarto de baño en su habitación, sintiendo el agua tibia acariciar su delgado cuerpo de proporciones pequeñas, cerró los ojos con la cabeza sobre una almohada flotante y sin darse cuenta se abandonó a un sueño profundo.

              Renacer corría a toda velocidad a través del oscuro bosque, miró a todas partes pero no lo consiguió. Continuó en una agotadora carrera a través de senderos.

—¡Erick! —le llamó a gritos— ¿dónde estás? regresa, por favor.

              No vio nada por ninguna parte distinto a árboles, su corazón retumbaba con furia tras sus costillas. Volvió a gritar el nombre del militar mientras avanzaba sobre piedras y raíces sobresalientes de la fértil tierra. Entonces llegó hasta un río y logró ver la imagen de la persona a quien tanto buscaba, del otro lado, mirándola fijamente, sin articular una sola palabra. Lo más extraño en todo aquello no era que Erick estuviera de pie al otro lado del río mirándola con expresión de abandono propio, sino que aquel río no existía y aparte de eso, las violentas y furiosas aguas que corrían eran rojas, rojas y espesas como la sangre.



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En el texto hay: miedo, secuestro, sangre

Editado: 28.04.2020

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