Nicolav cayó sobre sus rodillas y levantó la cabeza con los ojos cerrados y después de un momento los abrió.
—¿Sabes cuál fue mi error contigo? —ella le miró tratando de no arrepentirse—. Enamorarme de ti cuando no conocía la palabra amor.
—Adiós, Nicolav —murmuró apretando la mano en el mango de la daga y enterrándola en el pecho del vampiro. Acto seguido él cayó en el suelo.
Sus manos estaban manchadas y en esa habitación, estaba sola con los restos de dos hombres que ahora verían la eterna luz.
—Se cumplió —susurró viendo su vestido manchado—. Mi sueño, mi premonición, se cumplió…
Ella parpadeó y mantuvo su vista hacia aquellas criaturas nocturnas que se alejaban lentamente de la casa.
—Imposible... —susurró pensando en aquel día mientras observaba a los dos murciélagos alejarse poco a poco hasta perderse entre los edificios.
Hacía apenas una semana desde que había liberado a Londres y Hungría de esos seres de la oscuridad. Solo siete días en los que había dejado de ver al hombre que arruinó su vida y con ello le enseñó el significado de un sentimiento que se fue fortaleciendo a pesar de ahora estar muerto.
«Adiós, Nicolav», pensó conteniendo las lágrimas que amenazaban con caer, un nudo se formó en su garganta y apretó su mano sobre su pecho.
El dolor que sentía comenzaba a aflorar, pero se contuvo, su padre no podía verla así y mucho menos su novio, no iba a permitir que la vieran tan destrozada, debía esconderse dentro de su mente, sus recuerdos, pensamientos y deseos debían permanecer a salvo en un lugar en el que nadie podría entrar.
—¿Sarah? —una voz masculina familiarmente conocida la sacó de su trance.
Ella se alejó de la ventana, tomó aire y cambió su gesto antes de mirarlo.
—¿Nos vamos? —preguntó caminando hacia Jesper quien la miraba consternado.
Él asintió.
Cuando ella atravesó el umbral, el chico miró el interior de la habitación y ante un pensamiento algo absurdo, negó con la cabeza. Tomó el pomo entre las manos y cerró la puerta tras de sí.
Los tres salieron de la casa, preparados para lo que se aproximaba, el peligro inminente que les asechaba.
Subieron al auto y Abraham arrancó.
—¿A dónde nos dirigimos? —preguntó el Profesor a su hija a través del espejo retrovisor.
—Whitechapel —respondió secamente.
Él asintió y tomaron el camino hacia el East End.
Mientras se alejaban, una sombra los observaba sosteniendo en su mano derecha, una daga bañada en plata y, con una sonrisa en sus labios, murmuró:
—Esto solo es el comienzo, querida...
***
Los murciélagos siguieron su curso hasta que se perdieron entre los edificios londinenses. Ambos se detuvieron sobre el tejado del Hospital St. Bartolomé y bajo una espesa capa de bruma se transformaron en dos personas una vez que pisaron el suelo.
Dos personas, un hombre moreno y una mujer rubia sonrieron al verse mutuamente.
—¿Qué le parece, Condesa Báthory? —dijo él besando la mano de la hermosa mujer.
Ella sonrió y enrolló en su dedo índice un mechón de su rubia cabellera.
—Es perfecta, pero dime, O., ¿están muertos esos embusteros?
—Estoy más que seguro, Condesa.
Ella se acercó a la orilla del edificio y miró las calles londinenses, los edificios y los tejados que cubrían las cabezas de los transeúntes que paseaban ignorantes a lo que sucedía justo encima de ellos.
Solo esperaba que pronto el día tan ansiado llegara y con ello, todo por lo que habían luchado iba a ser recompensado. Ahora, sin esos dos hombres en su camino podrían llevar a cabo lo que restaba del plan, solo era cuestión de esperar un poco más.
—¿Cuánto tiempo falta para que se lleve a cabo? —preguntó ella.
—Seis años.
—Seis años… —murmuró—, seis años…
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Editado: 17.08.2021