Alexander Wetherby era un hombre de negocios en la capital francesa. Había hecho parte de su fortuna gracias a conocidos a quienes llamaba "sus gitanos", porque eran leales y bravos a la hora de defender lo suyo, y siempre estaban a favor de lo que él pudiera pedir. La lealtad de sus empleados era lo que le mantenía en el primer puesto en la escala de las mejores empresas parisinas.
Alexander había nacido en un pequeño pueblo Rumano hacía varios años he ido a las grandes ciudades en busca de una oportunidad de crecimiento, e incluso había viajado a Estados Unidos en busca del tan afamado "Sueño americano" que terminó por engrandecer sus deseos de encontrar un mejor lugar para el ser humano.
El caballero ahora francés había viajado mucho durante sus últimas dos décadas, yendo de continente en continente y abriéndose paso en las organizaciones gracias a su experiencia y gran poder de persuasión. Se decían tantas cosas sobre el hombre, entre ellas que era un aprovechado por la situación que lo engrandeció: Exactamente, hace quince años, en América del Norte había trabajado para una empresa neoyorquina cuyo presidente Max Anderson era dueño de una amplia cadena de editoriales y fábricas textiles en todo el país y en gran parte de Europa.
Max Anderson era un hombre inteligente y perspicaz de 60 años, a punto jubilarse. Cuando conoció a Alexander y le brindó una oportunidad, se dio cuenta de la calidad de trabajo que le ofrecía, por lo que un día, le invitó a una reunión de negocios y entre algunas copas y palabrerías, terminaron sellando un trato, en el que Anderson le otorgaba la dirección de la cadena editorial en Europa.
Después de eso, comenzaron las habladurías entre los empleados. Se decía que Alexander había amenazado a punta de pistola a Anderson otros, aseguraban que le había inducido a un fármaco para poder manipularlo a su antojo. Teorías había muchas, pero ninguna correcta.
A la muerte del Señor Anderson, Alexander se hizo de las empresas europeas, logrando así cumplir una parte de sus metas, pero todo por lo que había soñado y trabajado se esfumó en cuanto vio por primera vez a esa bella criatura de largos rizos dorados y blanca piel.
Cecilia era su nombre y su error, enamorarse.
Ella era su ángel de cristal, fuerte brillante, transparente pero muy frágil. Su ángel fue quebrado en mil pedazos llevándose consigo la chispa de la vida que le acompañaba siempre desde que tenía memoria.
Años después, un hombre, Nicolav se acercó a él y le propuso un trato una vez que descubrió la verdadera identidad de su amada Cecilia. Sin embargo, Alexander fue secuestrado por un hombre llamado Orlock que le exigía respuestas acerca de una adolescente que él necesitaba para concretar sus planes.
Alexander se convirtió en un peón y poco después apareció muerto en el río Sena. Pero nunca fue noticia porque esa misma noche, un extraño hombre robó su identidad y negocios, destruyó al cadáver y ahora se encontraba sentado ante ese escritorio y con un nombre rondando en su mente: Elisabeth.
«El amor nunca muere», pensaba cada vez que recordaba aquel delicado rostro que aparecía en su mente todos los días durante los últimos siglos.
—¿Monsieur? —la voz de la secretaria le sacó de sus pensamientos.
Alexander levantó la mirada y vio en el umbral de la puerta a una muchacha delgada y delicada, sencilla por su forma de vestir, pero refinada en su caminar. Nerviosa por haber interrumpido a su jefe, su labio inferior comenzó a temblar. Era un tic.
—Dime, Marie —respondió él tranquilamente. Su dulce voz tan apacible calmaría hasta la bestia más salvaje, era tan fina y sedosa que se podía sentir acariciando los tímpanos del receptor.
—Aquí le traigo los documentos que me pidió —dijo entrando al despacho de su jefe con paso nervioso.
Una habitación amueblada con un gran librero en la pared izquierda, cuadros de paisajes entre ellos la Torre Eiffel, el Moulin Rouge, la Ópera Garnier y algunos bosques otoñales; el ventanal mostraba una hermosa vista de la Torre Eiffel y frente a él se encontraba el escritorio de caoba } con la computadora y varios documentos y portafolios sobre él. Las paredes blancas complementaban el tranquilo ambiente que se respiraba y estimulaba los sentidos de cualquiera que entrara. Una sensación de paz inundaba la habitación.
—Todo en orden he de suponer —habló Alexander poniendo aún más nerviosa a la muchacha. Sus piernas temblaban bajo su falda negra entubada a tres cuartos del muslo—. No voy a morderte, Marie —sonrió por el sonrojo inconsciente que había tenido su secretaria.
—Lamentablemente... —susurró ella para sí acomodándose el cuello en “v” de su blanca blusa de algodón.
Sin levantar la vista de los documentos que tenía en la mano, Alexander preguntó:
—¿Lamentablemente qué?
Apanicada entregó los documentos y dio media vuelta para salir lo más rápido posible de esa embarazosa situación. Antes de cruzar por la puerta, la detuvo y dijo:
—¿A qué hora tengo la entrevista de trabajo, mañana?
—A las diez, Monsieur —dijo mirándole a los ojos. Al asentir su jefe, ella lo imitó y salió por la puerta.
Alexander cogió su móvil y escribió a su confidente más cercano:
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Editado: 17.08.2021