Era una fría noche de diciembre, y Santa Claus se encontraba en su taller, rodeado de juguetes y duendes trabajadores. Sin embargo, a diferencia de otras noches, una sombra de tristeza y duda oscurecía el rostro sonriente y rojo de Santa. No quería leche, ni galletas, y la idea de tomar sus maletas e irse sin despedirse rondaba su mente.
Los duendes intentaban animarlo y llevar a parques de atracciones, pero Santa no podía evitar sentirse abatido. No disfrutaba en compañía de sus pequeños ayudantes debido a su baja estatura, ya que no les permitían entrar en las atracciones que ellos disfrutaban. Además, nada parecía crecer en el suelo frío de su Polo Norte, y tenía que recurrir a comprar pienso en Amazon para alimentar a sus renos. Sin embargo, el repartidor siempre se perdía en el camino.
Santa Claus estaba exhausto de esta rutina y se encontraba en la difícil tarea de revisar la lista de niños y decidir quiénes merecían recibir carbón en lugar de regalos. Pero, ¿cómo podía él, el portador de la alegría y la magia navideña, privar a un niño lleno de ilusiones de su regalo? La responsabilidad pesaba sobre sus hombros, y se preguntaba si era justo ser el juez de lo que está bien y lo que está mal.
- ¿Por qué he de lidiar con esta situación? - frente al espejo, Santa Claus se miró a sí mismo y dejó escapar un grito - ¡No soy Dios! ¿Cómo discernir el bien del mal? ¿Quién soy yo para juzgar?
La reflexión en su rostro revelaba la carga emocional que llevaba consigo, cuestionándose su papel en la vida de los niños y el significado de sus acciones.
Con el corazón lleno de dudas y la tristeza marcada en sus ojos, Santa Claus se enfrentaba a una Navidad diferente, cuestionando su propio papel en el mundo y buscando respuestas a preguntas que nunca antes se había planteado. La magia de la Navidad parecía perder su brillo, y el hombre que traía regalos a millones de niños comenzaba a cuestionar su propósito.
Esa noche, mientras los duendes preparaban los regalos y los renos se preparaban para el vuelo mágico, Santa se quedó solo en su despacho. La luz tenue iluminaba sus pensamientos sombríos.
- ¿Acaso la magia de la Navidad está desapareciendo? - Santa miró al espejo en la pared y se preguntó en voz alta - ¿Estoy perdiendo mi propósito?
Y así, con el peso de la incertidumbre en su corazón, Santa comenzó a empacar sus maletas, dejando atrás juguetes sin envolver y la habitual nota de agradecimiento. No quería defraudar a los niños, pero tampoco quería seguir siendo la fuente de una ilusión que quizás ya no era cierta.
Con paso silencioso, Santa se dirigió hacia la puerta, listo para partir sin despedirse. La Navidad, en ese momento, parecía estar en peligro de perder al hombre que encarnaba su espíritu.
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Editado: 14.12.2023