Hace varios años…
La pequeña Lupita entró corriendo al establo; sin parar, fue al fondo del mismo y se sentó en un rincón sobre un poco de paja y empezó a llorar desconsoladamente.
Juanillo, un pequeño que estaba por ahí limpiando los cubículos, la vio y se acercó a ella en silencio sentándose junto a la niña. Luego de un momento se atrevió a preguntar.
— ¿Por qué lloras Lupita?
La niña, sorprendida de escuchar a alguien junto a ella levantó el rostro. Luego de ver a Juanillo volvió a llorar.
— ¡Es que es que Davicito me dijo algo muy feo! — Volvió a sollozar la criatura.
Juanillo frunció el ceño.
— ¿Qué te dijo tu hermano?
— ¡Me dijo que Santa Claus no existe! — La niña se limpió las lágrimas con frustración. — Que son los papás quienes ponen los regalos bajo el árbol.
Juanillo soltó un suspiro. Lupita tenía cinco años, él ocho apenas, pero mientras ella había crecido protegida y a salvo de cualquier problema, a él le había tocado vivir situaciones terribles desde que era pequeño y había aprendido de la vida cosas muy duras para un niño de su edad.
— Santa Claus sí existe. — Le dijo con tranquilidad. — Pero tiene muchísimo trabajo. ¿Te imaginas cuántos niños hay en el mundo y tener que ir a la casa de todos en una sola noche? ¡Nunca acabaría! Ni en un año entero. Por eso, le pide a los papás que lo ayuden un poco.
— ¿En serio? — Dijo la niña frunciendo el ceño. — ¿Mis papás conocen a Santa Claus?
— Todos los papás lo conocen. — Dijo el niño encogiéndose de hombros.
— ¿Yo también lo voy a conocer cuando sea mamá? — Preguntó la chiquilla ilusionada.
— ¡Por supuesto! — Juanillo soltó una pequeña risa.
— ¿Y tú como sabes eso? — Preguntó Lupita mirándolo con curiosidad.
— Creo que tú todavía no nacías, por eso no te acuerdas o no sabes la historia, pero mi mamá y yo éramos muy pobres. Cuando se murió mi papá, ella y yo vivíamos acampando entre los árboles, yendo de rancho en rancho buscando cosechas para trabajar.
— Tu papá no está muerto. — Dijo la niña con el ceño fruncido.
— Es que yo tenía otro papá que se murió. — Le explicó el niño. — Y mi mamá y yo a veces no teníamos ni qué comer, y pasábamos mucho frío. Así que yo le pedí a Santa Claus que, en lugar de juguetes, nos diera un lugar calientito para dormir donde no tuviéramos miedo que alguna bestia nos atacara, y que nos diera comida, y que mi mamá ya no se preocupara, que dejara de llorar y fuera feliz. Y entonces llegó mi papá Juan y nos encontró, y nos trajo aquí al rancho, y nos dieron esa casa, y todos los días hay comida rica en la mesa. Y mi mamá está muuuuy contenta. ¡Y también tengo juguetes! ¿Y ya ves? ¡Hasta una hermanita me trajo Santa Claus! Por eso te digo que sí existe, porque me dio todo lo que yo le pedí. Así que no le hagas caso a tu hermano, que seguramente a él le va a dejar estiércol de vaca en lugar de juguetes por andarte diciendo esas cosas.
La niña lo miró con una sonrisa esplendorosa. Ambos se quedaron en silencio por un momento; luego, Lupita lo sorprendió dándole un beso en la mejilla.
— ¡Gracias! — Dijo la niña levantándose y corriendo hacia la salida.
Juanito se quedó sentado, sin moverse, mirándola alejarse. Inconscientemente, puso una manita sobre la mejilla donde la niña lo había besado.
Unos pasos lo hicieron girar la cabeza hacia un rincón del establo y para su sorpresa, el patrón David, papá de Lupita, se acercaba a él lentamente mirándolo con seriedad.
— No estábamos haciendo nada malo. — Dijo el niño con preocupación, temiendo algún castigo.
— Lo sé. Escuché todo… — Asintió el hombre agachándose frente a él. — Gracias Juanillo, lo que hiciste es muy noble.
El hombre acarició por un instante el cabello del niño, luego se levantó y se retiró dejando al chiquillo totalmente desconcertado.
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Editado: 16.12.2020