El calor de finales de febrero resulta abrumador para Antonio, quien, bajo un árbol de bugambilias rosas, escribe con calma en una libreta. Su caligrafía es elegante, con descendentes de óvalos perfectos y amplias espirales en las mayúsculas. Algunas manchas por levantar demasiado tarde el bolígrafo empobrecen el arduo trabajo del muchacho por crear una lectura legible para aquel que desee adentrarse en sus letras. Intenta respetar un margen invisible de varios centímetros en los cuatro extremos, ilusionado, tal vez, de que en algún futuro estos espacios en blanco acaben abarrotados de anotaciones, comentarios, impresiones y hasta referencias a otros libros de la misma índole.
Cinco meses han transcurrido desde aquel extraño suceso con la joven de madera. Desde entonces, no regresó al Jardín. Ya no ignora los síntomas, ahora hace crecer bugambilias en el patio trasero de su hogar. Tal vez por eso siente que el tiempo entre el crecimiento de un árbol y el siguiente es mayor, como si la necesidad de usar sus poderes tardara más en surgir por no esquivarla como antes.
Antonio regresa al presente cuando una flor cae sobre la página en blanco. La toma por el tallo para luego hacerla girar boca abajo con el pulgar y el índice. «Este es un futuro más feliz del que imaginé, Violette», piensa nostálgico.
Cree firmemente que ella puede escucharlo, aunque no tenga certezas de dónde se encuentre ahora. ¿Ella también habrá hallado un lugar al cual pertenecer?, ¿acaso estará presentándose con el nombre que él le dio?
—¿Antonio?
Utiliza la bugambilia como marcapáginas y cierra la libreta bruscamente. Levanta la cabeza para localizar a la dueña del tono preocupado.
—¿Sucede algo, amor? —Se coloca de pie lo más rápido que puede—. ¿Te sientes bien?, ¿te duele algo?, ¿llamo al doctor?
Mientras toma la temperatura con una mano, con la otra tantea el vientre de su esposa. Ella, entre risas, le pide que se calme.
—La pequeña está bien —añade—, solo venía a…
—¿«La pequeña»? —interrumpe Antonio—. ¿Crees que sea una niña?
—Mi intuición maternal dice que es una niña. ¿Tú crees que sea un niño?
Él se acuclilla, fascinado. Sostiene la barriga con ambas manos y deposita varios besos por encima de la ropa.
—Seas un niño o una niña —susurra lo suficientemente alto para que Rita lo escuche—, vas a ser la persona más amada del mundo. No lo dudes ni por un segundo…
—Ya lo es, amor. Ya lo es.
La muchacha enreda los dedos en los rulos azabaches de él, acción que despierta en Antonio un recuerdo doloroso. Las lágrimas, que ya estaban amenazando con salir, humedecen su rostro.
—Rita, so-soy el hombre más… feliz a tu lado —solloza—. Y esta pequeña, ella…, ella tendrá a la madre más… más maravillosa y hermosa y asombrosa y…
—Y también tendrá al padre más amoroso, sensible y mágico del mundo. Ven aquí.
Con cierto esfuerzo, él se pone de pie y recibe el abrazo como si fuera el primero en cien años. Hunde su rostro en el hueco formado entre el hombro y la clavícula, para luego embriagarse con el aroma cítrico que desprende ese perfume tan familiar.
Los miedos de padre primerizo se pierden en algún rincón de su mente, y, en cambio, el corazón palpita con ganas y absoluta emoción; no le cabe en el pecho todo el amor que tiene para dar a las dos personas más importantes de su vida. Cinco meses atrás no hubiese podido creer que se encontraría en este punto, pero ahora… ahora es real. Falta cada vez menos para conocer un tipo de amor que solo puede experimentarse al tener un hijo, un amor del que ni siquiera las mil guías de paternidad son capaces de describir con exactitud.
La respiración de Antonio vuelve a su ritmo normal, por lo que es quien, pasados unos minutos, deshace el abrazo.
—Gracias, amor. —Besa su frente.
—Estamos juntos en esto, ¿sí? —responde ella—. Siempre.
Luego de un último intercambio de caricias, ambos regresan hacia el interior del hogar.
La brisa, en tanto, pasa a ser una fuerte ráfaga que advierte una posible tormenta. Las bugambilias se desprenden de los árboles y danzan en el aire como pequeñas bailarinas de grandes faldas hasta caer en los jardines vecinos. Y así como ellas viajan hacia otros sitios, una de particular color acaba sobre la libreta que Antonio olvidó en su propio patio: las brácteas moradas contrastan sobre el cuero del mismo modo en que el cabello de la joven lo hacía sobre su piel astillada.
La siguiente ráfaga arrastra la bugambilia para que continúe su viaje hacia un lugar más bonito que el jardín de las Almas Perdidas.