Saving Her

PRÓLOGO

La sensación de movimiento cesó, y pudo sentir como el ruido del motor desaparecía de golpe. La chica abrió los ojos lentamente, y observó que a su alrededor todo estaba oscuro.

—No puedes dormir aquí, niña.

Se incorporó lentamente, y divisó el origen de aquella voz: un señor de pelo blanco y barba enmarañada que se encontraba de pie junto a ella la observaba atentamente, tenía un ojo tuerto y a su amarillenta dentadura le faltaban un par de dientes.

—Tienes que irte— continuó hablando el desconocido, que no parecía que fuera a dejarla en paz hasta que le hiciera caso.

La chica, aún un poco desorientada, se levantó del asiento en el que hasta ahora había estado tumbada, cogió su gorra y su mochila, y bajó del autobús, seguida por el viejo señor. Aquel lugar estaba repleto de autobuses vacíos, y una vaya rodeaba el espacio, separándolo de la carretera.

—Hay un motel unas manzanas más abajo, a unos veinte minutos andando, puedo llevarte si quieres, ¿tienes dinero? — el hombre se paró junto a ella, y le hizo una señal con el brazo hacia una dirección que la chica ni si quiera miró.

—¿Dónde estoy? — Preguntó ella, algo confusa

—En Sevilletown.

Una vez más, miró a su alrededor. Era de noche, y estaba claro que se había pasado unas cuantas paradas de su destino. ¿Dónde narices estaba?

—¿Quieres que te lleve al motel o no? — Le ofreció de nuevo el hombre.

—No gracias, caminaré.

El señor no insistió, se encogió de hombros y se marchó sin más.

—Sevilletown —repitió.

Se puso la gorra y comenzó a caminar. Le costó un poco salir de aquella estación, dado que los enormes autobuses no la permitían ver con claridad el sitio que, en la oscuridad, parecía un laberinto; por lo que, dándose por vencida, simplemente se limitó a seguir la misma dirección por la que se había ido el hombre que la había despertado hasta encontrar la salida.

En la calle hacía mucho más frío de lo que parecía, aunque claro, los enormes autobuses la protegían del viento al otro lado de la vaya. Alzó la cabeza, y observó que el cielo estaba despejado, y habría jurado que, de no ser por la contaminación lumínica, se hubieran podido ver todas las estrellas del cielo. Sonrió, y por un momento la sensación helada desapareció de su cuerpo, aunque no duró mucho tiempo, pues una gélida ráfaga de aire la atravesó, haciendo que se le erizara la piel de sus brazos desnudos. Frente a la estación, divisó una gasolinera con poca luz pero abierta; se acercó al edificio y se sentó en un pequeño banco de madera desgastado que había pegado a la pared, y abrió la mochila sobre su regazo: en ella había una chaqueta negra que tenía pinta de quedarle demasiado grande, pero aun así se la puso, también había una botella de plástico y una bolsa de regalices ya vacía que se había encontrado ese día en el asiento del autobús, pero ni rastro de dinero; hurgó en los bolsillos laterales, y sacó un pequeño monedero marrón de uno de ellos, en cuyo interior tan solo había unas cuantas monedas. Suspiró. Miró a través del cristal, hacia el interior de la gasolinera, pero solo vio a un chico joven tras el mostrador, que parecía bastante cansado y bostezaba mientras deslizaba el dedo por la pantalla de su móvil. Se lamentó por no poder utilizar a alguna persona para robar una bolsa de patatas o una chocolatina; ya lo había hecho muchas veces: metía lo que quería robar en el bolso de alguna señora o la capucha de algún niño, y al salir lo único que tenía que hacer era pasar rápido al lado de la persona chocando con ella para recuperarlo. Desanimada, volvió a mirar las pocas monedas que tenía, y se dio cuenta de que tal vez podría alcanzarle para comprar una pequeña bolsa de algo, aunque los precios que podía distinguir desde fuera no se acercaban ni lo más mínimo a su presupuesto; tal vez si pudiera encontrar una máquina expendedora… Bingo, a su derecha dos máquinas expendedoras se encontraban pegadas a la pared. Se acercó, y pudo comprobar que una era de comida y otra de bebidas, pero en ese momento no tenía mucha sed, además de que aún tenía su botella medio llena, y, de malas, podría rellenarla en cualquier baño. Observó durante unos instantes la comida que había en la máquina, pasando los ojos por cada fila; no le apetecía nada dulce, pues tenía el estómago un poco revuelto y no sabía por qué, así que, al fin, metió un par de monedas por la ranura y pulsó la combinación perteneciente a un sándwich de pollo. Mientras su comida se desprendía lentamente del tubo de metal que la sujetaba, se tomó unos segundos para mirar su reflejo en el cristal: hasta ahora no se había fijado en que la gorra verde que llevaba puesta, para ocultar su enmarañado cabello malamente teñido de rubio, tenía el logo de una clínica dental, aunque no recordaba muy bien de dónde la había sacado, y la chaqueta, que claramente no era suya, estaba algo manchada, pero tampoco sabía por qué; sus vaqueros rotos y sus zapatillas rojas también estaban sucios, y entonces pensó que tal vez podría ser de haber estado vagando por las calles durante los últimos tres días sin haberse podido asear o cambiar de ropa al menos. También se fijó en las ojeras, que no hacían justicia al cansancio que sentía, señal de lo poco que había dormido últimamente, y tenía una pequeña cicatriz en su mejilla con restos de sangre seca, aunque seguramente ni si quiera se enteró cuando se la hizo. O, más bien, cuando se la hicieron. De repente, un golpe seco la sacó de sus pensamientos, el sándwich ya había caído del todo; cuando lo cogió notó que estaba frío, pero tenía demasiada hambre como para pensar en eso, así que se dirigió de nuevo al banco y devoró con ansias, sin pensar en nada más.



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En el texto hay: desamor, amor, misterio

Editado: 30.08.2020

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