—Mamá, ya te dije que no pienso ir nunca más a la escuela.
—¿Y qué piensas hacer de tu vida? —preguntó cruzándose de brazos—. ¿Qué hay de tu futuro, de tus amigas, de tus sueños y proyectos?
—¿Amigas? —sonrió entre lágrimas—. Yo no tengo amigas.
—Tal vez se asustaron, no supieron cómo reaccionar en ese momento; no te apresures en juzgarlas.
—Han pasado tres semanas, ¿tú has visto que golpearan mi puerta, que me llamaran por teléfono; que me contactaran por las redes sociales? Pues yo tampoco —respondió poniéndose de pie, sin siquiera haber bebido un solo sorbo de su café macchiato.
—De acuerdo, tú ganas —asintió Amalia levantando sus manos, como rindiéndose—, pero no puedo dejar que dejes la escuela y menos cuando faltan solo tres meses para recibirte.
—Quizá pueda cursar libre a fin de año, cuando todos se hayan ido.
—Solo ignora a las personas que te dieron la espalda; no puedes permitir que ellas triunfen.
—¿No has visto los videos, cierto?
—¿Qué videos? —preguntó la madre frunciendo el ceño.
—Los que circulan por Internet burlándose de ella —interrumpió Ema sentándose a la mesa, lista para desayunar.
—¿Y por qué no me dijeron nada sobre esos videos? Hubiera ido a hablar con los directivos...
—Todo el colegio se ríe a carcajadas de esa noche —se quejó volviéndose a sentar, revolviendo por inercia su jarro—; no van a echarlos a todos solo porque a mí me haga daño.
—Pues, ni tu padre ni yo nos quedaremos de brazos cruzados —sentenció yendo por su cartera, acelerada, como si su vida dependiera de ello.
—¿Mamá, qué haces? —inquirió Martina confundida.
—Lo que debí haber hecho hace mucho tiempo.
Sin más palabras que las pronunciadas, la madre abandonó raudamente el comedor -y la casa- para perderse tras la puerta, empujada por un ardiente sentimiento de ira que buscaba paliar las secuelas hasta entonces imborrables en el alma de su hija.
Veinte días sin ir a la escuela; sin socializar con otros seres humanos que no fueran sus familiares más cercanos, sin salir a la calle; sin siquiera, asomarse por la ventana para ver el sol salir embelleciendo los amaneceres.
No era nada fácil estar en el lugar de Martina. De la noche a la mañana, de un momento a otro, había dejado de ser la diva adolescente, idolatrada y envidiada, para convertirse en un arlequín ridiculizado, cuya existencia iba atada a aquella fatídica noche como si no existiera un legado, un recuerdo, una actitud que resultase digna de valorar que la desligara, al menos por un instante, de su penoso presente. Por el contrario, su figura parecía haberse reducido a la mínima expresión, apenas enaltecida en los cotilleos de radio pasillo cuando algún desalmado sin vida rememoraba la barbarie.
—¿Crees que mamá conseguirá arreglar algo? —preguntó Ema bebiendo su capuchino.
—No, pienso que lo empeorará —respondió entre suspiros.
—Ayer puse al bocón de Leonardo en su lugar.
—¿Qué hiciste qué? —preguntó luego de escupir el sorbo que por fin se decidía a probar.
—No dejaba de burlarse de ti —respondió sonrojada—. Le advertí que parase, pero no me escuchó.
—Ema escúchame, aprecio sinceramente que me defiendas, y sé lo difícil que debe ser para ti el colegio en estos días, pero no debes arruinar tu vida también.
—¿A qué te refieres?
—A que no puedes estar peleándote con todo el mundo, y mucho menos agrediéndolos físicamente; ¿ya olvidaste el motivo por el que estoy en casa, encerrada? —preguntó mientras le acariciaba la espalda—. Las cosas no se resuelven de ese modo.
—¿Entonces debo dejar que los inmaduros e infantiles de mis compañeros se rían de ti?
—¿Te gustaría ir al cine conmigo esta tarde, en lugar de ir a la escuela? —preguntó cambiando drásticamente de tema, buscando agradecerle a su hermana su fidelidad inquebrantable.
—Ya ni siquiera recuerdo la última vez que salimos juntas —asintió sin poder ocultar su entusiasmo, dejando ver sus blanquecinos dientes en una interminable sonrisa.
Estaría mintiendo si dijera que aquel plan espontáneo de escapar, tanto de la rutina como de la realidad asfixiante que les tocaba en suerte, se produjo de inmediato. La innumerable cantidad de prendas arrojadas sin clemencia sobre las camas y el suelo del dormitorio, eran la prueba irrefutable que explicaba por qué tardaron no menos de dos horas en escoger la vestimenta correcta para luego sí, por fin, emprender la aventura.
Nunca pasaban desapercibidas. A donde quiera que fueran captaban de inmediato la atención de los jóvenes –y no tan jóvenes-, atraídos tanto por su belleza como por una actitud avasallante que lejos de imponer distancia, capturaba la admiración de aquellos que luego deberán, seguro, dar extensas explicaciones de por qué sus ojos se fueron tan lejos del nido.