El estadio se encontraba a reventar, y no había asiento o lugar desocupado; la multitud enloquecida gritaba mi nombre, "Harriet, Harriet"; les había deleitado con mis 20 mayores éxitos (incluyendo ese tema por el que gané el Oscar, y ese otro que sólo pegó en Japón por ser la canción de una serie de niñas mitad gato que combaten contra un Robot Lunar malvado), pero los muy hijos de perra imploraban por más.
Pero esta perra sólo podía dar un mensaje, al final, mientras los miembros de mi banda tocaban las notas finales de nuestro último concierto.
—No sólo no hubieramos sido nada sin usted —comuniqué al microfono a todos los espectadores, tratando de recordar el nombre de la maldita ciudad en la que ese recital estaba tomando lugar—, sino con toda la gente que estuvo a nuestro alrededor desde nuestro comienzo; algunos siguen hasta hoy: gracias... ¡totales!
Vale, no pude recordarlo, pero en retrospectiva, ¿no sonó increíble? Una frase que inmortalizaba mi lugar en la cultura popular y que me elevaba al nivel de los más grandes ídolos de la música, al máximo panteón al que puede aspirar cualquier persona en el carril de esta forma de arte.
Lastima que sólo era una fantasía.
—¡Harriet, Harriet despierta hija de puta! —escuché en voz de Fareed Diwari, mientras recorría los pasillos del colegio al día siguiente, justo antes de mi primera clase.
—No mamá, no te delataré con Hacienda —dije, no sé si en broma si de en mi cabeza apareció un recuerdo olvidado.
—¡Hablo en serio! ¿Cuento contigo o no?
El señor Dirawi aquí presente, del tercer y último año de Hopewell High, desea contratar mis servicios; al principio, le pregunté, "Bien, ¿cuántos gramos quieres?", pero luego me aclaro que los servicios a los que se refería eran para componerle su música porque desea lanzarse a la presidencia estudiantil en el colegio; un cargo simbólico sin poder real, por supuesto, pero a ellos les sirven carne real durante el almuerzo, así que no puedo decir que no hay incentivos decentes.
—Vale, pero ya me conoces —indiqué—; no soy barata.
—La mitad ahora, la otra al terminar, y ESCUCHARÉ lo que hayas compuesto antes de cerrar el trato; no quiero sorpresas, como que sólo me enviaste una vieja canción de Evanescence de las que nadie se acuerda.
—¿O sea, una canción de Evanescence?
—Eso le dolerá a cientos de emos más o menos por el año del 2005, pero sí.
¿Quién es él en todo caso? Lo conocí el año pasado en una fiesta (a la que no me invitaron, pero al carajo, recuerden: si llevan pizza y se hacen los pendejos, entrarán dónde sin pizza no): uno de los chicos más populares del colegio, bien parecido, viste con más estilo que, bueno, YO (usaría el término metrosexual pero dos chistes criticando la cultura de mediados de la década pasada son demasiado), y formó parte del equipo de fútbol.
Ahora, parece que quiere cambiar; supongo que no tuvo nada que ver nuevas revelaciones sobre las contusiones cerebrales que tienen aquellos que juegan el deporte durante mucho tiempo... que le haya pasado en link a un documental como tres veces a la semana pudo influir también.
—Verás, querida —me dijo con su brazo por encima de mi hombro, inclinado para hablar más cerca de mí oído—, necesito realmente músculo para poder ganar esta elección; es el siglo XXI, es verdad, y la gente debería ser más abierta, pero no tienes idea de la cantidad de prejuicio que aún entre los jovenes existe a la idea de un presidente de origen musulman. Detesto cómo me ven, detesto que si traigo una mochila piensen que ahí tengo alguna bomba mortal.
—La única bomba mortal que traes es el almuerzo que te hace tu madre.
—¡Yo te lo advertí! —me advirtió la advertencia —. ¡Ah, pero a fuerza querías robarte mi comida!
Me llevó de poco a poco al salón de música; algo que debí haber notado, pero perdí la noción del tiempo y del espacio cuando me dijo cuánto pagaría. ¿Qué cantidad? No, no lo diré; mas que nada, por dos motivos: el primero, no quiero humillarme dado que para algunos de ustedes no será tanto y no quiero que vean cuán urgida de plata estoy en realidad. La segunda, y la más importante, es que esto hará que el libro sea menos fechable, por aquello de que, ya saben, la inflación: lo que parece mucho hoy no será mucho en unos años.
¿En dónde andaba? Ah, sí: no se roben mi hierba.
Pero aparte...
—Claro, no te dejaré esta labor para ti sola —me dijo, mientras lo seguí inconscientemente hasta el aula de audiovisuales.
—¿Por qué quieres hacerme la carga menor, o por qué no confías en mí?
—Lo único que hice respecto a no confíar en ti fue cambiar el NIP de mi tarjeta.
—¡Sólo la tome prestada un fin de semana!
—Normalmente, alguien avisa cuando quiere algo prestado; de otro modo, se le llama "hurto".