Relato 2
- Primera Parte -
Enero, 1984, Osaka Japón
Las lágrimas en la lluvia simplemente se perdían en la nada, tanto como mis esfuerzos para tener una vida mejor.
No era la primera vez que me encontraba frente a su puerta, golpeándola sin respuesta alguna. Era aquella una de las tantas noches perdidas en mi intento de obtener algo de él y todo comenzaba a tornarse frustrante para mí
Tenía el cabello empapado cubriéndome el rostro, lo moví hacia un lado para poder ver el camino con más claridad dentro de aquella densa lluvia. Mi paso era lento y sentía que en cualquier momento iba a desfallecer, pues mis nervios no me dejaban tranquila.
Dentro de mi había un pesar que me acompañaba desde que me enteré del embarazo. Aquel sentimiento era tan fuerte que hacía que mi cuerpo actuara de manera errática. Así que me sostuve hasta encontrar una esquina para resguardarme de la lluvia. Recosté mi espalda a la pared, me pasé la mano por la cara para secarla y esperé por un rato.
Divagué por un lapso de tiempo y pude jurar que la lluvia se manifestaba por mí, pero era estúpido e imposible. Mis poderes no llegaban a tanto y yo era todo menos poderosa. Débil en todos los aspectos de la vida, como arcana y como mujer.
Un anciano apareció de la nada y fue éste quien me trajo de vuelta al mundo, al colocar una sombrilla sobre mi cabeza.
—No es correcto que una señorita ande sola a estas horas de la noche y con este torrencial de lluvias.
—Lo sé, es solo que... —Se me hacía imposible articular las palabras por aquellos deseos tan fuertes de llorar.
—No tiene que darme explicaciones, no nos conocemos. Pero, ¿Tiene adónde ir?
Negué con la cabeza y era cierto, esperaba que el padre de mi hijo abriera la puerta y me recibiera pero no fue así; estaba completamente equivocada. Ni se inmutó en responder a mi llamado a pesar de que las luces de su hogar estaban encendidas.
—¿Sabe de algún lugar donde pueda pasar la noche?
—Venga conmigo.
Acepté. No tenía de otra, solo me quedaba morar sola durante la noche y era una idea que no me parecía del todo agradable. Si las intenciones del hombre no eran buenas no me preocupaba mucho, pues, él parecía tan débil como una mujer regordeta, menuda y arrugada que nos esperaba desde su puerta.
—Cariño, búscale unas toallas a esta niña —dijo el hombre a su esposa.
La anciana asintió y fue adentro con rapidez, dejando la entrada abierta. El hombre me guió hasta el interior de su pequeño espacio, calientito y acogedor.
—Siéntase como en su casa —dijo el hombre muy amable. Me hizo un gesto invitándome a sentarme en sus sillones, aunque mis ropas desprendían mucha agua de lluvia y yo moría de la vergüenza. La mujer llegó con unas toallas que entregó a su esposo y él a mí. Coloqué una sobre el mueble para sentarme. La otra la utilicé para secar mi cabello y la dejé colgada tras mi espalda.
—No tenían que hacerlo. Es decir, no me conocen. —Traté de buscar calor estrujando mis manos contra el húmedo abrigo que resguardaba la piel de mis brazos.
—Te vimos desde hace rato parada frente a su puerta. —La mujer apareció con una taza de chocolate caliente que desprendía una nubecilla de vapor—. Te notamos desde mucho antes que comenzara la lluvia.
—Creo que todo el complejo le ha escuchado, señorita —resopló el hombre mayor al sentarse con dificultad.
Miré al suelo avergonzada, pero la desesperación me había provocado formar aquel escándalo. Pues, desde que se enteró de lo de nuestro hijo, no quiso saber de él.
—Siento si provoqué un escándalo, no era mi intención.
—No te preocupes —comentó la mujer y se sentó al lado de su esposo, conservando una sonrisa agradable.
—¿Por casualidad tienen un teléfono? —Pregunté luego de un sorbo del chocolate que ligeramente me quemó el esófago al bajar.
—El teléfono está sobre el comedor, úselo en confianza —respondió el caballero con una sonrisa tan amable como la de su esposa.
Coloqué la taza aún media llena sobre la mesa de centro de su sala y fui hasta el comedor. Allí descansaba un teléfono de disco. De esta manera le marqué al al número que suponía era el de él. Al responder, inmediatamente fui al grano:
—Pendragon, necesitamos hablar de nuestro hijo. —Intenté guardar la compostura.
—Sila, déjame en paz... —respiró profundo—. Te di el dinero para el aborto —respondió de manera tan fría que no podía creer que aún amaba a ese hombre a pesar de despreciarlo al mismo tiempo.
—¡No iba a abortar al niño, te lo dije muy claro!
—Pues fue tu decisión, a mi no me culpes —espetó—. ¿No te da vergüenza pedir más dinero? —Cuestionó con desdén.
—Solo quiero que Drake pueda conocerte, nada más. —Estaba al borde de las lágrimas. También necesitaba el dinero, pero me conformaba con que al menos le conociera.