Dimitri me observó con una sonrisa escalofriante que provocó mi deseo de querer escapar de él. Pero en el Museo, allí no había salida a menos que el mismo viejo así lo quisiera. Además, la bestia enana que me llevó hasta allí apretó mi mano con una fuerza casi dolorosa, antes de alejarse y pararse al lado de su amo.
—¿Qué necesitas? —Pregunté pero las palabras apenas querían salir de mí.
Él se sacó el cigarro de la boca y tomó una bocanada de aire, parecía maravillado al detectar mis nervios.
—Sucede, que necesito un objeto muy raro que no todos tienen el temple para obtener —remojó sus labios de manera un tanto repugnante—, y pensé que este era tú momento.
—Habla, no le des tanto rodeo —reclamé con mi voz temblorosa, tratando de ocultar el temor.
Él sonrió mostrando una dentadura amarillenta justo antes de devolver el cigarro a su lugar.
—Hablo cuando yo crea que es correcto —respondió con desdén—, pues el asunto no es uno fácil —pausó—, señor, necesito un corazón.
No podía creer lo que estaba escuchando. ¿Un corazón? Y, ¿él era capaz de decir eso tan tranquilo?
—¿Un corazón? ¿Cómo que un corazón? —Cuestioné con completa incredulidad— ¡Yo no trafico órganos!, yo no sé de donde podría sacar algo así.
—Ya sabes lo que tienes que hacer, ahora está en tus manos buscar la forma de hacerlo —explicó el viejo con calma, presionando su cigarro con los dientes mientras hablaba—. Tienes cinco días.
—¿Qué pasa sino lo hago?
—Tomaré de vuelta aquello que tienes gracias a mí. —Dejó escapar una risa que la sentí justo tras mi cuello, por la sensación de escalofríos tan grande que me provocaba.
El hombre se dio la vuelta e hizo un movimiento de manos abriendo frente un portal mágico que conducía de vuelta a mi trabajo. Dio un paso al frente, pero antes de alejarse, miró de reojo solo para decirme el último detalle, el más devastador de todos.
—Hay algo que es lo que de verdad complica este trabajo. Debe ser un corazón puro —aclaró la garganta.
—¡Oye! —Exclamé—. Espera, ¿a qué te refieres con eso?
—Creo que es una definición que ambos sabemos. Hay corazones puros muy cerca de ti —ensanchó su sonrisa—, en tu caso dos.
—¿Qué? —Pregunté, pero tenía una idea de a lo que se refería con eso. Acaso, ¿hablaba de mis pequeños?—. ¿Pretendes que mate a mis hijos?
—Necesito un corazón no dos, no te preocupes —respondió muy tranquilo, insertando su mano en uno de sus bolsillos.
—¡Estás demente! —Exclamé con entera incredulidad. Me temblaban las manos y la voz. No podía creer que ése era el favor que me pedía aquel monstruo.
—Calma —rió—. Hay muchos corazones puros dispersos por el mundo, solo tienes que escoger uno. —Con estas palabras sacó una pequeña tarjeta dorada desde su bolsillo y se la entregó a su esbirro.
El pequeño caminó hasta mí, me entregó la tarjeta, me observó con sus grandes ojos de lémur antes de empujarme con sus asquerosas manos a través del portal. Y como si nada hubiera pasado, caí sentado en mi asiento. El tiempo volvió a correr con normalidad justo con el obsequio de un café que me supo amargo y vomitivo.
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Aquella noche, no pude dormir. Con cada segundo, significaba que el tiempo se acababa para mí y mi familia. Mi María dormía tan tranquila a mi lado, tan hermosa, tan delicada y jovial justo como cuando la conocí.
Los niños ni el trabajo de la casa la habían cambiado, era la misma, la mujer de la que me enamoré y por la que fui dispuesto a entregar mi alma y por la que ahora tenía que pagar un precio.
Descansé a su lado, medité durante toda la noche, hasta que comencé a notar que el sol comenzaba a proyectar sus primeros rayos.
«Solo me quedan cuatro días.», pensé.
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En el trabajo apenas pude realizar las actividades correctamente, pues mi cabeza estaba con ese asunto. Tanto, que me excusé para salir temprano, pero no quise llegar a casa. Me limité a quedarme vagando por la calle, pensando en alguna forma de resolver mi problema.
Un corazón inocente, «¿es que acaso tenía que arrancárselo a un niño por caprichos de Dimitri? », esa y muchas otras fueron las preguntas que invadieron mi cabeza de manera inevitable al tiempo que pasé horas en el parque, pensando, considerando hacerle el daño a otro que no tuviera que ver nada conmigo.
«Eres una basura de persona solo por considerarlo», divagué con mis ojos sobre los niños en el parque, quienes eran ignorantes de lo que me pasaba por la cabeza. Verlos tan tranquilos, disfrutando de un día soleado era la manifestación más viva de la inocencia misma y aunque parecía muy sencillo escoger entre ellos y acabar con eso, yo no era ese tipo de persona, no era un asesino. Con esa idea clara, regresé a mi casa donde ahogué las penas en viejo alcohol barato que resguardaba en la alacena. Caí dormido, borracho y de esa forma fue como terminé el día.