Trabajo en equipo
El reloj marcaba las nueve menos diez de la mañana en lo alto de la pared del diario que daba a la calle; el calendario señalaba el lunes. El café había dejado de gotear en la cafetera, el desayuno estaba preparado encima de la mesa de la entrada y faltaban pocos minutos para que llegara el nuevo equipo. Amaya estaba nerviosa pero también emocionada. Iba a explicarles a todos los nuevos proyectos, sus funciones y cómo se planteaba la nueva línea editorial. Llevaba todo el fin de semana repitiendo las ideas en su cabeza, se las sabía de memoria, y aun así le temblaba el pulso.
Dan había llegado media hora antes de la reunión para revisar los ordenadores y el proyector, donde Amaya iba a presentar el nuevo proyecto. Susana apareció puntual por la puerta, con el pelo alborotado de haber corrido y una mochila a su espalda. Los demás aparecieron en los siguientes minutos. Cuando Sergio entró en la oficina, Susana soltó un «La hostia» que resonó por la sala. María reprimió una carcajada, pero Dan rio con naturalidad, miró a Amaya y, sin reproducir ningún sonido, le dijo un «Me encanta esta chica» en la distancia. Amaya les explicó el proyecto de principio a fin, resumiendo las ideas más importantes, y, al acabar, abrió la ronda de preguntas. Todo el personal parecía ansioso por empezar, así que les propuso abrir el diario de nuevo a la semana siguiente, pero tendrían que trabajar sin pausa durante aquellos días buscando temas y haciendo la maqueta, que aún era solo un esbozo en una hoja de papel.
María se llevó a Susana a entrevistar a un grupo de música de un pueblo cercano, Sergio empezó un artículo sobre una nueva ley aprobada en el ayuntamiento que había causado polémica, Mayte se agenció un reportaje sobre restaurantes de la zona y Dan se encargó de buscar información en los archivos históricos de la biblioteca. Amaya revisaría la información de Dan, buscando temas nuevos, a la vez que preparaba unos artículos sobre el arte en la comarca. Aquella primera semana era de descubrimiento, de ensayo error, de adaptarse al nuevo trabajo que tenían por delante.
Lola, la camarera del bar que estaba en la esquina de la misma calle del diario, les llevó madalenas y cafés para merendar a media tarde.
—Me alegro mucho de que el periódico del pueblo esté abierto de nuevo —le dijo a Amaya—. Necesitamos que las cosas regresen a su curso natural, volviendo a las viejas costumbres. Ya tengo ganas de ojear la nueva revista, saber qué hay previsto para el mes que viene, descubrir nuevos misterios de la zona...
—Gracias, Lola, eres muy amable.
Lola era fan de la Revista Robles y le contaba a todo el que la escuchaba lo enganchada que estaba a los reportajes de investigación. Durante una época de su vida, Teresa había dejado de ir al bar, pese a tenerlo a la vuelta de la esquina, por el acoso constante de la muchacha. Lola era unos años mayor que Amaya y se conocían desde que eran niñas porque habían ido al mismo colegio. Su madre, Dolores, había regentado el bar del pueblo toda su vida, hasta que pasó a manos de su hija. Esta le había cambiado su tradicional nombre de posada de antaño por el de The Lola’s. Se había graduado en cocina y preparaba desde desayunos hasta banquetes de boda. Lola era una mujer vivaz y alegre, llevaba casada desde los dieciocho años con su novio de toda la vida y tenía tres hijos varones de trece, once y cinco años.
—¿Sabes que podríais investigar? —le preguntó, poniéndose muy seria. Amaya rio para sus adentros, pero fingió interés, porque sabía que era importante para Lola y le gustaba opinar sobre nuevos temas—. Lo de los túneles que conectan el Valle. Teresa y yo estuvimos hablándolo antes de que..., bueno, ya sabes. Parecía un tema muy interesante. Y, al fin y al cabo, todos los pueblos tienen sus cimientos y sus cosas de antes, ¿no? Creo que sospechaban que podría haber uno en la zona antigua, donde estaba la fábrica textil, ¿sabes dónde digo?
Amaya había escuchado miles de veces hablar del tema de los túneles secretos que conectaban el Valle con los bosques y siempre le había parecido una de esas leyendas urbanas de los pueblos.
—La idea es muy guay —dijo Dan, interrumpiendo la conversación—. Muchos pueblos tienen túneles de la época de la Guerra Civil.
—Pero esos túneles no son reales —contestó Amaya—. Se han buscado miles de veces antes, sin resultado. Los ha buscado la policía, locos fanáticos de los misterios e incluso Teresa.
—Y tu novio —añadió Dan en un susurro.
—Sí, mucha gente. Y al final ninguno encontró nada —concluyó Amaya, ignorando el último comentario de su amigo.
Lola chasqueó la lengua.
—Bueno, solo era una idea. Hace muchos años que no se buscan. Y, no sé, tal vez ahora que hay más recursos... —contestó, cambiando a un tono más seco—. Bueno. Da igual. Tengo que volver, que empiezan las cenas.
—Gracias, Lola.
—Sí, vale —dijo, moviendo la mano para quitarle importancia—. De nada.
Cuando Lola salió por la puerta, Amaya volvió a su mesa provisional, al lado de la de Dan.
—No perderíamos nada por hacer unas preguntillas —le dijo él.
—Perderíamos el tiempo que no tenemos.
—Yo podría...
—Ni hablar, paso de investigar fantasmas —sentenció Amaya en un tono que no daba lugar a réplica—. No quiero sonar mandona, Dan, pero lo de los túneles es una gilipollez.