Segunda oportunidad

Segunda oportunidad.

Una segunda oportunidad.

—Vamos a llevarte a cirugía. Tu presión está muy alta y el dolor en tu ojo nos indica que puede ser cerebral. —Esas fueron las palabras del médico en turno.
¿Cómo le decía eso a ella? Obviamente era la paciente afectada y en ese momento se encontraba sola, ya que su abuela había tenido que marcharse por el riguroso cambio de turno del hospital y su madre llegaría hasta dos horas después.
Pero el médico no tomó eso en cuenta; se lo dijo de manera directa y sin mayor preocupación.
Total, ella era la que había tenido un embarazo terrible, que comenzó a dar problemas desde la tercera semana cuando ya desarrollaba una hipertensión gestacional que la mantenía cansada, sofocada y sin fuerzas. Ella, que lloraba cada vez que debía quedarse internada porque tenía que dejar a su hijo de seis años al cuidado de algún familiar y por si fuera poco, su esposo que estaba de viaje constantemente aún no llegaba a casa.
Entonces estaba sola y con miedo.
Aún así decidió llamar por teléfono y se sintió un poco aliviada cuando su esposo respondió ¡acababa de llegar!
—Amor...— Se detuvo al escuchar la risa de su pequeño que jugaba feliz al lado de su padre.
—Hola mamita —respondió el esposo en su habitual manera de llamarla—¿Cómo estas?
—Acaba de venir el médico y dio la orden para que me hagan la cesárea y estoy sola —Le informó rápidamente omitiendo la parte de que se sentía temerosa de su suerte.

Bueno, al menos sabía ahora que su familia ya estaba enterada de la situación y se estaban movilizando.

El momento más difícil fue cuando dos enfermeras llegaron a prepararla. Ella no se sentía lista para eso. Jamás había tenido una cirugía, es más, ni siquiera había asimilado del todo su embarazo que había sido totalmente inesperado.

Recordaba cuando vio el resultado en la prueba casera. Tuvo que leer las instrucciones como dos veces, esperando que en la segunda vez el resultado fuera diferente y entonces, casi siete meses después, había dos desconocidas poniendo vendas alrededor de sus piernas y tratando de tranquilizarla porque en ese justo instante ella quería levantarse para tratar de calmarse e intentar normalizar su respiración, pero no la dejaban y solo le decían que se calmara para que su presión no se elevara más.
Cerró los ojos y trató de respirar profundo, tenían razón, pero a pesar de relajarse un poco, esa sensación de angustia no se apartaba de ella.

Estaba el miedo de no resistir y es que ni siquiera se sentía grave como decían, ya que había escuchado tantas historias desafortunadas en las que ni la madre o el bebé se salvan cuando hay de por medio una preeclampsia severa, que es lo que había desarrollado las últimas semanas de gestación.

Casi media hora después, un camillero la trasladó a otro lugar que por falta de conocimiento hospitalario, ella ni siquiera tenía idea de cómo se llamaba, pero lo interpretó como una antesala para los pacientes que esperaban ser intervenidos quirúrgicamente. Había algunas camas, pero en ese momento, solo una a parte de la de ella estaba ocupada con una mujer que estaba profundamente dormida.

En seguida dos estudiantes de medicina se acercaron para ponerle una sonda urinaria. Ni siquiera sintió pizca de molestia como le habían prevenido que sentiría, pero no era por valentía, sino por miedo,

de esos miedos que adormecen cada fibra del cuerpo, de esos miedos que solo se sienten cuando la muerte es una posibilidad.

Un doctor que ella no había visto en toda su estadía en el hospital, llegó hasta su cama. Leyó muy concentrado el historial médico y luego se sentó a su lado sobre el colchón en un gesto casual.

—¿A qué hora comiste? —le preguntó amable, pero olvidando saludar primero.

—A las seis, que sirvieron la cena —respondió.

Ni siquiera tenía idea de la hora, pero debían ser como las diez de la noche, según ella.

—No esperaremos el ayuno, debemos operarte ya. Tienes una preeclampsia severa, estás grave.

Una vez más se lo dijeron sin ninguna piedad, pero tal vez era para prepararla y que estuviera consciente de a lo que se enfrentaría.

—¿Y el bebé estará bien? —Era la pregunta obligada. Después de todo lo que había pasado con el embarazo, mínimo que le dijeran que el bebé iba a estar bien.

—Es prematuro, conlleva riesgos ya que el tiempo de gestación no ha terminado y debemos interrumpir ese embarazo debido a tu situación.

No dijo ni sí, ni no, más bien no le aclaró lo que ella necesitaba.

El médico dio unas indicaciones a un enfermero y se retiraba cuando ella lo llamó.

—¡Doctor! —Él volteó en su dirección—No se le vaya a olvidar operarme para ya no tener hijos.

Él revisó nuevamente el expediente clínico.

—Aquí ya está indicado, no se preocupe —respondió unos segundos después.

—Pero en serio —insistió a pesar de que ya le habían dado su respuesta—. No se le vaya a olvidar.

Ni por equivocación quería pasar nuevamente por ese martirio. Obviamente tenía ilusión por su nuevo hijo, aunque se veía opacada por el temor de que algo saliera mal.

El doctor le aseguró que no se olvidaría y se marchó.

Se recostó un momento pensando ciertamente en la posibilidad de morir.

¿Qué haría su hijo mayor sin ella?

¿Que haría su esposo solo con dos niños y sin ella?

¿Qué haría ella sin ellos? Sin poder tocarlos, abrazarlos una vez más y decirle cuánto los amaba.

¿Y si ella era la que se salvaba?

¿Cómo podría superar el hecho de perder a su pequeño?

Tal incertidumbre no le permitía ni siquiera llorar y quiso aferrarse, quiso tener de dónde sostenerse y suplicó con toda su alma por una oportunidad más.

La oportunidad de vivir, de que ella y su hijo lograran salir con bien de esa cirugía, que el niño respirara con facilidad. Que ambos regresaran a casa y ella pudiera ver crecer a sus hijos y poder hacer de ellos hombres de bien.



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En el texto hay: nacimiento, riesgo mortal, espera

Editado: 18.01.2020

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