Segunda oportunidad

Sombra

Inició el otoño en que, cuando yo cumplía diecinueve años, un resultado negativo fue el principal motivo para que yo regresara a ese hospital. Decirle al doctor Walter que fuera honesto conmigo sin importar la opinión de terceros era una forma de no permitirle ocultarme nada respecto a mi enfermedad, sin embargo, escucharlo decir que si no volvía a tratamiento seria el comienzo de mi final fue como recibir un fuerte puñetazo en el estómago, un millón de puñaladas en el cuerpo o un tiro en el pecho.

Irónico.

La idea de volver a un lugar como aquel, por supuesto, no me emocionaba. La misma habitación de siempre, gracias a que mi madre lo prefería de esa manera. Decía que el número cinco era de la buena suerte y, desde entonces, lo que me debían hacer sucedía en el cuarto número quinientos cincuenta y cinco.

Ocurrió esto porque un día, en específico, el cinco de mayo del dos mil quince, el médico, según sus palabras, nos dio una excelente noticia; ¡mi corazón se estaba recuperando! No necesitaría de cirugías y los últimos recursos habían quedado descartados.

Vaya decepción me llevé.

El ciclo se reinició y de nuevo tendría que enfrentar la fatiga, el dolor y las palpitaciones aceleradas mientras escuchaba por milésima ocasión el tedioso sonido del electrocardiografo, como segundo a segundo mis latidos se volvían débiles y la línea blanca en la pantalla indicaba que me encontraba más próxima a la muerte. No tenía fecha ni hora, pero de alguna forma, ya tenía aceptado, o al menos, contemplado mi destino.

Fue así como los días empezaron a pasar delante a mis ojos y ni siquiera me percataba de ello. Después de unas semanas, el momento había llegado.

Mamá me acompañó hasta el área de recepción. Rogaba porque el papeleo fuese más tardado de lo habitual y así tener oportunidad de mentalizarme. Me quedé sentada en un cómodo sofá mientras le decían mi nombre a la enfermera encargada. El golpeteo de mis dedos encima del mueble de piel era todo lo que se escuchaba en la sala de espera.

—¿Estas lista? —ella preguntó. En su tono pude distinguir una pizca de preocupación y tristeza.

Me odiaba por eso.

Sonrió y caminó hacia mí. Cuando se acercó, bajó su bolso del sillón posterior para sentarse a mi costado y tomar mi mano. Me miró un rato, pero al percatarse de mi silencio volvió a mirar al mostrador y con ella, también yo.

—Dijeron que pronto te darán acceso —mencionó, como si le fallase la voz.

Un suspiro escapó de mis labios seguido por una mueca de inconformidad.

—Amor, no pongas esa cara -me pidió con cariño—. Salió bien la última vez, ¿no?

Maldije para mis adentros.

—Tan bien que estoy aquí —susurré.

Respiró hondo y sentí el apretón de su mano. Mamá odiaba cuando hablaba así, quizá, ese era mi mayor defecto; el pesimismo. No todo el tiempo, por fortuna, pero relacionado con mi salud y lo que había estado pasando, esa actitud no me abandonó. Me imaginaba en el peor de los escenarios y eso terminaba por incomodar a los que me rodeaban.

—¿Catherine Hawkins?

Levanté la cabeza parar mirar y con la ayuda de mi madre me puse de pie, yendo adonde aguardaba la mujer uniformada.

—Ya puede pasar —La enfermera comentó.

Le di las gracias y giré hacia mamá, quien me miraba al igual que un siervo que estaba listo para ser sacrificado.

—Te amo —musité abrazándola.

Besó mi frente

—Llevaré algunos papeles al archivo. Te veo en unas horas —mencionó de espaldas mientras se alejaba hacia el departamento de Trabajo Social.

No quería quedarme, pero tenía que hacerlo.

A pasos lentos me encaminé rumbo a la habitación asignada. Al llegar, la enfermera abrió la puerta y visualicé la escena. Los muros de un blanco reluciente y a mis espaldas se encontraban dos juegos de vidrios templados que brindaban una visa panorámica de la ciudad. En el rincón, una estantería que mostraba varias hileras de libros y otra de medicamentos sellados. La cama tenía extendida sábanas azules y almohadas de un color verde pálido.

Estaba en el orden que recordaba, a excepción de que en esa ocasión el cuarto permanecía dividido en dos secciones. Una larga y gruesa cortina de plástico me apartaba del extremo derecho del espacio. Cerré la puerta y di la vuelta para mirarlo.

Un chico era a quien protegía esa muralla de polipropileno.

Lo vi por un momento y, a pesar del obstáculo visual, logré enfocar su imagen. Acostado en la cama, luciendo extremadamente exhausto y con la boca contraída en un leve gesto de dolor. Una venda envolvía el setenta por ciento de su cabeza, uniéndose debajo de su nuca y cruzando encima de su ojo izquierdo.

¿Era ciego?

Incomoda, aparté la vista del hombre invasor. No comprendí que hacia ahí, en mi piso, porque a primera impresión deduje que él no sufría ningún tipo de cardiopatía para estar en esa zona. No le hallaba sentido a su inesperada presencia.

Me pregunté cuantos días estaría ahí, y si tendría que compartir mi cuarto con el desconocido.

—Catherine...

La voz de la enfermera volvió a sacarme de mi burbuja cuando me indicó que debía pasar al área de desinfección para colocarme la bata quirúrgica. Decidí acatar sus órdenes y entrar al biombo, a varios pies de distancia del misterioso sujeto. Lo observé, él continuaba durmiendo.

Me despojé de la ropa y me coloqué la prenda azul. Tras largos minutos de lucha contra el lazo trasero de la bata, finalmente conseguí amarrarlo en un moño desproporcionado. Jamás me atrevería a salir y andar por ahí, y menos con un desconocido merodeando el perímetro. El imaginar la bochornosa situación hizo que mis mejillas se sonrojaran.

Cuando salí de la mampara, frené en seco, escuchando un áspero gruñido que asemejaba a un quejido de ultratumba.

Comenzaba a despertar, y al parecer, no se alarmó de mi presencia. Quise mencionar algo a modo de saludo, no obstante, Walter llegó interrumpiendo el momento.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.