—¿Cómo estás?
Mamá abrió la puerta y me vio acostada en la cama. Lucía cansada, desgastada y con un profundo pesar tiñéndole las pupilas. Yo, aunque no quisiera demostrarlo, entendía el motivo de su preocupación e incesante fatiga física y emocional.
El motivo era yo.
—Bien —respondí con voz somnolienta—. Hoy fue más rápido.
Ella asintió sonriente y se sentó al pie de la cama.
—¿Sabes que ni siquiera vi pasar los minutos?
—Mentirosa —Dejé escapar un suspiro e hice la sabana a un lado para reincorporarme y recargarme—. ¿Qué hora es?
Subió la manga de su suéter y miró el reloj.
—Las seis y media.
Asentí.
Exhalé.
—Dijo que los resultados saldrían pronto —bisbiseé cabizbaja. Casi dos horas y aún no teníamos noticias—. ¿Has visto al doctor? —Negó con la cabeza.
En ese momento, como era de esperarse, el semblante de la mujer se oscureció y se me quedó mirando con un gesto sutil en los labios.
—No te preocupes, cariño. Seguro pronto los traerán.
—Mjm… —Flexioné y abracé mis piernas contra mi pecho.
Permanecí con la vista fija en mis manos. Me sentía como si estuviera a punto de entrar al pabellón de la muerte.
—Existe la probabilidad de que el tratamiento no funcione. ¿Lo sabes, verdad?
A mi cerebro le costó trabajo captar el peso de mis palabras.
Mamá se volvió a mí y no dijo nada, solo me diviso por un tiempo. Se puso de pie y echó un vistazo por la ventana, como si en el exterior hallara la solución a nuestros problemas.
—No hablemos de esto hasta obtener el diagnostico —habló al fin.
—Madre —murmuré—, tenemos que...
—Catherine —demandó interrumpiéndome—. No es no.
—Mamá…
—Hija —Se giró. Por primera ocasión alzó la vista para mirarme. Su expresión era afligida—. No te rindas sin antes pelear. Tienes una vida por delante, por favor, lucha por ella.
Observé sus ojos cristalizados, sus mejillas infladas posiblemente para contener el llanto y me percaté de que se aferraba a lo que, tal vez, eran falsas esperanzas.
Ingenua. La ingenuidad abundaba en mi madre.
Solté un diminuto respiro y volvimos a estar en silencio. Afuera las enfermeras conversaban de algo en específico. De vez en cuando las escuchábamos acercarse a la habitación. Con frecuencia se les oía reír y me pregunté si en realidad su tema de conversación lo ameritaba. No me pareció el escenario oportuno para criticarlas. Mamá y yo nos mantuvimos sentadas, calladas, cada una perdida en su mundo.
Aspiré hondo y traté que mi voz sonara confiada.
—Solo quiero que estemos preparadas para el resultado. Cualquiera que este sea —pronuncié cortando la discusión.
—¿A qué hora iras a cerrar la tienda? —pregunté.
Negó y sonrió, muy sutil y cautelosa.
—Hoy no iré al acuario —confesó sin quitar su sonrisa.
—¡Ah, no, eso no! —solté fingiendo enfado—. Tuvimos una plática y tú prometiste que…
—Yo sé, lo sé —No me permitió seguir—. Pero Zac y Ángeles se están ocupando de todo. Dijeron que ellos cerrarían el local. No tienes por qué preocuparte, cielo.
Bufé.
—Si cada vez que necesitas acompañarme no vas a supervisar, terminaremos en la ruina —Carcajeé.
También riendo, ella rechazó
—Eso no sucederá —Peinó un mechón rebelde que caía encima de mi frente—. Somos buenos en lo que hacemos —indicó obvia enarcando su ceja izquierda.
Me tomó un rato, pero volví a reír. De hecho, no me importaba que el acuario se quedara en manos de ese par. Primero, porque mi madre era la dueña, y segundo, Ángeles y Zac habían sido trabajadores durante dos años, pero sobre todo, mis amigos de la infancia, y ellos nunca se molestarían por administrar la tienda sin nosotras.
Ser propietaria de una tienda de pesca no era exactamente el sueño de Olivia Hawkins, pero para cumplir el anhelo de vivir en uno de los suburbios de Sidney con su única hija, necesitaría un poco de dinero, por no decir, bastante.
Desde pequeña comencé a trabajar en el establecimiento, y no por obligación, explotación de menores ni mucho menos. Disfrutaba ayudar en The fish shop. Estar rodeada de recreaciones subacuáticas de agua dulce, marina o salobre, era como vivir en un mini-océano las veinticuatro horas del día. Me gustaba ver a los niños que venían a dejar las manchas de sus dedos en la superficie del mostrador. Me gustaba ver a la pareja de ancianos, los viejecitos que solían admirar los estanques el domingo por la mañana y que al irse me dejaban una canastilla de dulces, los cuales variaban en colores, tamaños y sabores.
Amaba pasear por los corredores, ver a los peces que nadaban de un lado a otro; a las estrellas de mar que se pegaban en los cristales; al señor de los globos que se ponía a vender frente a nuestra fachada; y por supuesto, jugar con Ángeles y Zac, quienes, al igual que yo, en ese entonces solo eran unos chiquillos que perdían sus vidas mirando a la bella fauna marina.
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Editado: 20.11.2023