Segunda oportunidad

¿Dulce o salado?

—¡Oh, cariño! —exclamó sonriente.

Caminó hacia mí y yo le devolví la sonrisa cuando besó mi frente. El reloj marcaba la una menos cuarto cuando mamá entró a mi habitación. Llevaba una camisa de tirantes y unos pantalones cortos. Al verla me dio un escalofrió terrible y me tapé con la sabana hasta el cuello.

—Hola —saludé.

—Siento llegar tarde. Tenía la intención de llegar antes, pero me atasqué en el tráfico —explicó con un gesto de pesar.

—No te preocupes. Está bien —musité—. Hace frio, ¿Por qué traes ropa ligera?

Ella me observó y volvió a sonreír.

—Estar en encerrada en un auto por tres horas no es lindo, cielo —dijo y río.

Teniendo en cuenta a dónde y con quien había ido, no esperaba ver a mamá relajada. Siempre que ella y papá se reencontraban sucedía como una especie de implosión en la mujer. Decía que no le afectaba, en absoluto, pero yo sabía que no era así. Algo de aquel amor que se suponía era eterno quedaba en mamá, y dolía ver que no era correspondida. No como ella lo soñó. Aún con su sonrisa me sentía fatal.

Tardó unos segundos en tomar una silla y sentarse a mi lado. Sujetó mi mano entre las suyas y las analizo por un tiempo, como tratando de disimular el asombro que le ocasionó ver el tenue cambio de color en mis uñas, así como el adelgazamiento de mis dedos. 

La obligué a mirarme.

—¿Cómo estás? —cuestionó. Cada cinco minutos me lanzaba esa pregunta.

Exhalé.

—Bien —dije sin más.

Sentí sus ojos lastimeros en mi cuerpo, esta vez, la atisbé. Sus pupilas profundas me curioseaban y sus comisuras se relajaron.

—¿Y tú? —Traté de desviar el tema— ¿Cómo te fue?

Mamá negó, disminuyendo su sonrisa.

—Bueno, necesité algo de tiempo para ponerlo al día.

Levanté la cabeza. No quería decirlo, pero el impulso fue más fuerte que yo. Sonreí en un intento por ocultar la herida que todavía seguía latente en mi interior.

—¿Qué te dijo? —cuestioné.

Me divisó, como si quisiera prepárame para lo que ya sabía. Podría apostar que su mente, al igual que la mía, estaba con muchas dudas.

—No tanto, en realidad —carraspeó—. Te manda besos y… abrazos.

—¿Vendrá? —solté en un débil balbuceo, ignorando su comentario.

Percibí su expresión afligida, pero de inmediato la trasformó al igual que tenía que hacer yo continuamente.

—Sí, cielo —susurró.

Mintió, lo supe por su tono al responder. Si antes me sentía mal, en ese instante, juro todo era peor. Me sentí pequeña, sola y terriblemente desprotegida.

Mamá se sentó al borde de la cama. Me acarició el cabello. Abrí los ojos y me centré en su delgada figura. Su semblante me confirmó mi suposición. Claro. No debía hacerme esperanzas absurdas en un caso perdido. Guardé silencio y permití que llamara a Anna y abriera las cortinas del dormitorio. Era agradable dejar que el calor del sol se impregnara en mi piel.

Anna llevó la bandeja de alimentos y mi madre se encargó de alimentarme. Hot cakes de avena y un vaso de jugo de naranja. Otra vez un remedo de desayuno. ¿Cuándo me darían comida de verdad? Parecía la porción infantil. Dos panes —que no eran panes, porque ni siquiera llevaban los ingredientes convencionales—, y un cuarto de zumo amargo.

Mientras terminaba, me hicieron la exploración física, como todas las mañanas.

—Señora Hawkins —indicó la enfermera, cerrando mi bata y dirigiéndose a mamá—. ¿Podría acompañarme? Necesito hablar unas cosas con usted… en privado.

El rostro de mi madre palideció.

—S-sí —tartamudeó—, por supuesto.

Miré unos segundos a mi alrededor para darme cuenta de que, fuera lo que fuese, aquello no iría bien. Me imaginé en medio de una batalla campal, donde Anna defendía a un reino y mi madre era su contrincante. Las miradas eran como balas que volaban de un lado a otro, y yo me encontraba en pleno fuego cruzado.

Quería salir de ahí.

Mi pelo revoloteó cuando una ráfaga de viento se coló por la brecha del ventanal, con discreción giré la cabeza y posé mi atención en el jardín. Regresé mi vista al frente y las mujeres seguían en lo suyo.

Mi bombilla mental se encendió.

—¿Puedo salir?

Me voltearon a ver con cara de no entender.

—¿Cómo? —mamá inquirió.

—¿Puedo salir? —repetí.

Anna sonrió.

—Cath, sabes que no puedes salir sin compañía —declaró.

—Sí, pero también sé que el doctor Walter me autorizó al menos una salida por día—expuse—. Además, nunca dije que iría sola, ¿o sí?

—Pero no puedo ir contigo. Tengo que hablar con tu madre.

—Ya —suspiré—. ¿Qué les parece si ambas me acompañan y me dejan en un lugar donde no pueda escucharlas?




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