A partir de ese momento me fui acostumbrando a todo eso poco a poco. Dejé de alejarme cada vez que intentaba acercarse y de colocar esa barrera de hielo que me impedía tener una interacción con él. Me permití conocerlo, así como también permití que me conociera. Después del almuerzo, era costumbre vernos en el jardín para conversar sobre nuestro día y terminar discutiendo sobre que género musical era el mejor.
Aún no había noticias sobre mi trasplante, de hecho, sobre nada de mi salud en general. La única que tenía información al respecto era mi madre y los médicos, pero por más que les preguntara jamás me revelaban dato alguno. El pulso se me ralentizaba y el sudor recorría mi rostro noche tras noche, sin embargo, cuando cerraba los ojos aquello parecía parar, tanto que a los minutos terminaba durmiendo sin saber más de lo que sucedía a mi alrededor.
Venía tan rápido que ni tiempo me daba para digerirlo; que esto era tortura pero a la vez un alivio, que era tempestad y a la vez calma.
Myers era esa luz que brillaba en la oscuridad. Así como lograba hacerme enojar, también podía hacerme reír, sorprender o intrigar si se lo proponía. Tenía miles de facetas que ni él mismo conocía. En un comienzo solo me quedaba ahí, como una estatua, escuchándolo, luego no hubo quien me detuviera, al contarle todos los chistes que sabía —malísimos por cierto—, contándole historias, recomendándole canciones o peleándolo por tener diferente opinión a la mía y él siempre me regalaba la más sonora de sus risas.
—Me gusta verte feliz —me dijo una vez y sonrío.
Le respondí de la misma manera.
Ya no me preocupaba el “¿Qué pasará sí…?” Comenzaba a ver que no todo estaba en mis manos y no todo sería tal cual como lo pensaba. Porque si así fuera, ¿qué chiste tendría?
Nuestra amistad se precipitó al compás de las semanas. Si me hubieran dicho esto antes tendría por hecho que me hubiera muerto, pero de risa. Sin embargo, en la actualidad, ni yo me creía los cambios que habían sucedido. Un día le huía y al otro lo buscaba para platicarle mi día
Éramos tan diferentes pero iguales a la vez.
—Recuérdame jamás subirme a un auto contigo al volante —le comenté cuando me contó la historia de cómo chocó el coche de su papá intentado aprender a conducir.
—Apuesto a que usted ni siquiera lo ha intentado —me acusó, riendo.
—Soy mucho mejor que tú.
—No lo creo.
Mi boca se abrió ante su respuesta.
—¿A caso me estas retando, Myers?
Él río.
—Podría ser —dijo y se encogió de hombros.
Elevé una ceja. Sus labios se curvearon y yo extendí mi brazo hacia él.
—Acepto el desafío —dije.
Su mano comenzó a temblar. Miré cómo con lentitud soltaba su agarre y volvía la vista hacia otro lado.
El ambiente habitualmente cómodo entre nosotros se había vuelto tenso. Todo tipo de sonrisa se esfumó del rostro de Fred y en su lugar había algo parecido a la fatiga, como si no hubiera visto su cama durante días. Las ojeras y la palidez de su piel empezaban a reaparecer.
Eso no me gustaba nada.
Myers bostezó y se frotó los parpados en muestra de cansancio. A deducción mía, estaba demasiado exhausto para seguir en ese momento y en esa conversación. No se encontraba bien. Tenía muchísimas dudas todavía, dudas que no aclararía en esa situación, tal vez más adelante, pero no ahora.
Me quedé callada durante unos minutos, hasta que después de un lapso me atreví a romper el silencio.
—¿Te sientes bien? —Fui más directa de lo que creí.
Me miró, sonriendo.
—Sí —asintió, seguido de un movimiento pausado de cabeza—. ¿Por qué su pregunta?
—Nada… solo porque… —carraspeé—. ¿Has dormido bien?
—Sí, no se preocupe, es solo que ayer me dormí un poco tarde escuchando el álbum que me recomendó, ¿recuerda?
No supe por qué, pero su excusa no me terminó de convencer.
—Oh, ¿en serio? —Afirmó—. Bueno, pero a lo mejor pudiste escucharlo en la mañana u hoy por la tarde para que hubieses descansado. No era necesario que te desvelaras.
Él sonrió a medias.
—Guao, ¿eso quiere decir que se preocupa por mí?
—Eres fastidioso.
—Lo sé, señorita. Me lo ha dicho muchas veces.
Reí y negué.
—Pero sí —suspiré—. Me preocupo por ti.
Guardó silencio y mantuvo su sonrisa ladeada mientras me miraba con calma.
—Descuide, Catherine. Estoy bien, solo fue una mala noche.
—¿De verdad? —le pregunté.
Demoró unos segundos y al final habló:
—De verdad.
Una hora después de mi chequeo y de tomar los medicamentos, me puse a leer un libro que mamá había traído días atrás. Minutos más tarde, terminé dejándolo de lado y, a escondidas, tomé el IPod y vi que tenía un mensaje sin abrir.
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Editado: 20.11.2023