Una niña lloraba a cántaros, sus lágrimas surcando su rostro lleno de tierra. Su cuerpo atado en las viejas vías de un tren fantasma. Su madre le había pedido, casi suplicado que no se asomara a las ventanas a altas horas de la noche, pero la niña llevada por la curiosidad, se asomó a su propia perdición. Cuando unos brazos fríos jalaron de su cuerpo, arrastrándola en la oscuridad para jamás ser encontrada, su alma había sido reclamada por la maldad.
Mil quinientos años tuvieron que pasar, para que aquella maldición impuesta por un ser despreciable, inhumano, producto de una aberración, fuese liberado de las profundidades del abismo. Seis almas perdiéndose para siempre: un empresario, un médico forense, la hija del alcalde, una joven enfermera, un estudiante de secundaria y una niña. Todos muertos trágicamente, siendo sus cuerpos hallados sin vida un día con marcas de torturas impregnados en sus pieles, desapareciendo el día posterior de haber sido encontrados. Dejando sin testigos, esparciendo sus sangres, y cuerpos despedazados en el lugar.
— ¿Cómo es posible que nadie haya visto nada? —Rugió el comisario para sus oficiales, reunidos en su oficina—. Seis cadáveres secuestrados de la morgue, encontrados destrozados uno o dos días después. Sin mencionar las tantas muertes posteriores.
—No se olvide de los mensajes escritos con sangre —metió el dedo en la llaga, uno de los oficiales, gordinflón, lame botas y oficinista del comisario.
El comisario observó a los oficiales reunidos en su oficina, notando la ausencia de uno de sus hombres.
— ¿Dónde está Tomás? —interrogó a Raúl, quién parecía más fresco que una lechuga, mordiendo una de sus uñas.
El aludido se encogió de hombros, siguiendo con la labor de morderse la cutícula del dedo índice, sin importarle que más de media docena de hombres lo miraban, expectantes ante su distante actitud como si el peligro que estaban viviendo, no le quebrantara en lo más mínimo.
—No lo he visto en todo el día —respondió seco.
El comisario lo miró dubitativo, ese par siempre había andado junto desde que los habían asignado en equipo. Pero, últimamente Tomás andaba inquieto como si algo lo estuviera molestando “debe ser la complejidad del caso lo que lo tiene intranquilo”, pensó.
—Desde que comenzaron a suceder los asesinatos lo he notado más distante, perdido en sus propios pensamientos —dijo el comisario pensativo.
— ¿No creerá que Tomás tiene algo que ver con los homicidios? —preguntó un oficial, castaño, ojos marrones, delgado y nariz respingona.
—Solo digo que se ha estado comportando de una forma sospechosa.
Todos guardaron silencio, el ambiente volviéndose tenso. En ese momento las dudas y sospechas de que el asesino podría ser cualquiera, incluso un infiltrado entre los hombres de la ley, buscando una venganza ya olvidada de la memoria de casi todos los hombres del pueblo.
Aquel oficial de cabellos negros, ojos verde oscuros, de piel blanca, alto y delgado. Actitud seria, voz firme, amante de su trabajo, víctima de las pesadillas y del insomnio. Joven, pero de un espíritu envejecido, sabio, pero débil ante lo que sentía en su alma. Ese hombre bautizado con el nombre de Tomás en honor a su padre, quien heredó el nombre de su abuelo, y éste de su bisabuelo, durante quince generaciones seguidas e ininterrumpidas. Se hallaba en ese momento desaparecido y por consiguiente, las dudas de que pudiera ser el asesino en serie estaban más altas que el pilar de la estación de policía.
La gente del pueblo tenía miedo de dormir por temor a ser la próxima víctima del asesino. Incluso se llegó a susurrar entre el gentío que el “Besado por el diablo” había regresado, reclamando venganza, escupiendo su odio a todos aquellos que se encontraran fuera de casa a altas horas de la noche.
El cura hacía misa casi todos los días, rezando con los fieles a Dios, una salvación a las almas arrebatadas sin permiso, de los cuerpos masacrados a sangre fría sin pudor y consideración alguna. Aquellos que nunca habían tocado una biblia, suplicaban clemencia al padre creador del universo. Los granjeros daban pequeños animales como ofrenda a la fuerza omnipotente que todo lo veía y sabía, esperando apaciguar un alma que había sido quebrantada hace muchos años.
En la oscuridad de un sótano en una casa abandonaba a las afueras del pueblo, un ser que había estado atado durante tanto tiempo, había sido desatado. Su cuerpo mugriento y maloliente saliendo al exterior, tropezando con sus propios pies. Cayendo y levantándose, sin rumbo fijo, la cabeza martillándole, el mareo intentando apoderarse de su mente fragmentada. Las uñas rotas y sangradas agarrándose de las rocas y raíces, tratando de hallar el equilibrio de su cuerpo desacostumbrado a estar de pie.
Pasaron dos meses sin que un solo cuerpo fuese hallado sin vida. Los habitantes de Villa Malgama, felices de que todo había terminado, dando por muerto al asesino serial que causaba pesadillas hasta en los más jóvenes, creyeron que la paz por fin había regresado a sus vidas. Decidieron realizar una fiesta para calmar el estrés que les había causado las múltiples muertes, y quizás de ese modo, tratar de sentirse bien después de tanto tiempo de estar encerrados en sus casas.
Lo que nunca imaginaron, era que esa acción podría ser el detonante de una bomba a punto de estallar, amenazando de consumir cuanta pobre alma se encontrase en el camino.
En un estrecho camino seis almas que se habían perdido, se estaban reencontrando, y formando un círculo primero, pactando el sello oscuro grabado en su piel, cual marca pecaminosa. Caminando luego hacia el lugar donde todo había empezado, para ser partícipes de una maldición, cuyas almas había sido entregadas incluso antes de que llegaran a nacer.
Durante quince largas generaciones, aquel que aguardaba en silencio en las penumbras la venganza prometida, caminó hacia aquellas seis entidades, ensombrecidas por el odio y la maldad, del que había sido poseído primero.
Editado: 02.05.2023