Dos días después...
Aferré mis manos al depósito de plástico que sobre guardaba mi vomito. Las arcadas habían azotado mi cuerpo de manera inadvertida, ocasionando que tomara lo primero que tuviese a mi alcance para regurgitar.
Los primeros síntomas que vinieron a mi provocaron que fuera a parar al centro de salud, pensando que era un embarazo. Mareos, dolores de cabeza, falta de apetito, remolinos de sentimientos albergaba mi corazón incesantemente y eso sin mencionar el terrible cansancio. Cuando me hice la tonta e inútil prueba de sangre para verificar un posible embarazo, me confirmó lo imposible: Yo no estaba encinta.
Claro que no lo estaba, pues tomaba anticonceptivos. Además, siempre procurábamos usar protección por ambas partes. Y las otras cosas que revelaron el examen de sangre, las radiografías y las tomografías fueron lo siguiente: nada.
Me encontraba jodidamente sana, toda yo estaba saludable hasta hace dos días cuando me desmayé en el taller. Y los doctores no podían medicarme contra algo inexistente, así que me mandaron a reposar. A veces me pregunto por qué sigo pagando el seguro médico. Levanté mi cabeza del recipiente y mis ojos no pudieron evitar abrirse horrorizados. Vomité sangre.
Luché con todas mis fuerzas para no desmayarme. Respiré hondo y traté de no dejar mis entrañas de nuevo por el asco producido. Sin darle una segunda mirada al recipiente lo coloqué a un lado de mi cama, me acosté en la suave superficie pasando el dorso de mi mano para limpiar cualquier rastro de líquido rojo que permaneciera en mis labios.
—No te desmayes, Yannick. No lo hagas, maldita sea —susurré entre escalofríos. Apretujé mis párpados por la sensación que me sobrellevaba.
Mi novio estaba trabajando, papá había pasado esta mañana a verme y verificar si todavía seguía con vida, mientras que los hombres del taller a cada rato me enviaban mensajes preguntando cómo estaba. No me podía quejar, tenía personas que se preocupaban por mí pero odiaba ser una carga para los de mí alrededor. Yo era ese tipo de chicas que callaban los dolores y problemas para evitar molestar a los demás.
Sin más remedio tuve que levantar mi trasero de la cama para enjuagarme el sabor a metal que había en mi paladar. Podía casi asegurar que mis dientes estarían manchados de rojo, y de que un poco de sangre seca se ubicaba en mi barbilla. Mis pies apenas resonaban en la madera oscura, sentía que mi cabeza explotaría, que mis piernas temblaban y que mi cuerpo había bajado de peso en poco tiempo. «Al menos cuando me recupere tendré una buena misión: comer para recuperar lo perdido».
Encendí la luz del baño, coloqué mis codos a ambos lados del pequeño lavamanos y abrí la llave. Junté mis ahora palidísimas manos para contener un poco de agua y llevármela a la cara, enjuagué mi boca y la expulsé. Cuando levanté mi cabeza fui absorbida por el espejo. Chillé, cerrando mis ojos aterrada ante lo desconocido.
Mi empeine ahora reposaba sobre una superficie mohosa. El frío me envolvía y hacía que mi cuerpo reaccionara, temblando como hoja. Mis faenas azules se abrieron con temor para espantarme por la escena que se hallaba a mí alrededor. El bosque.
Espantada giré mi cabeza hacia todos los lados en busca de una señal que me indicara que estaba soñando, que yo no me encontraba en el siniestro bosque. Pero los sueños no se ven tan nítidos, y no tienen sonidos tan claros. Mi mandíbula empezaba a castañear, mi corazón bailaba a gran velocidad y lo único que se me ocurrió hacer fue pellizcarme con brutalidad. No, esto parecía real y el dolor me lo confirmaba.
Me pareció avistar un movimiento a mi lado izquierdo.
—¿Hay alguien por ahí? —murmuré con desconfianza.
Iba a morir aquí. Una sombra se dejó ver a tal punto que apenas logré visualizarla.
—Sé que estás ahí. Sal, demonios. —Rugí con imprevista valentía. Si iba a morir, quería ver la cara de mi asesino, al menos para esperarlo en el infierno y golpearlo.
Me abracé cuando una ráfaga de viento me azotó. Una chica de aproximadamente unos treinta años se presentó ante mí. Cabello largo de color negro azabache, ojos verdes, y un poco más alta que yo. Su cara tenía cierto parentesco a una que me parecía conocer, pero mi mente de pollo no lograba recordar a quién se me hacía semejante.
Había salido de entre los árboles y se quedó a unos metros de mí. Era demasiado bonita.
—Hola. —Saludó con una sonrisa radiante.
—¿Te conozco? —cuestioné en voz baja—, ¿cómo llegué aquí? —Formulé otra pregunta.
Ella asintió y guardó silencio. No sabía si impacientarme por su respuesta o si salir corriendo lo más veloz que podía, pero ¿esto era un sueño? ¿Era real? ¿Qué jodido era?
—Te ruego que no te asustes con lo que te diré a continuación. —Juntó sus manos, implorante. Tomó mi mutismo como respuesta—. Fue por medio de un hechizo.